El día que rompí mi familia: ¿cómo se sigue adelante cuando tus hijos te ven como la villana?

—Mamá, ¿por qué le has hecho esto a papá?—. La voz de Lucía, mi hija de quince años, retumbó en el pasillo como un disparo. Era la una de la madrugada y yo seguía sentada en la cocina, con las manos temblorosas alrededor de una taza de manzanilla fría. Había esperado este momento, pero no así, no con tanto odio en sus ojos.

Fernando acababa de marcharse. La puerta aún vibraba con el eco de su portazo. Álvaro, mi hijo pequeño, lloraba en su habitación. Yo solo podía pensar en cómo había llegado hasta aquí. ¿En qué momento mi vida se convirtió en este campo de batalla?

No fue una decisión impulsiva. Durante años, Fernando y yo fuimos esa pareja que todos en el barrio admiraban: él, profesor de instituto; yo, enfermera en el hospital de la ciudad. Pero puertas adentro, la rutina nos devoraba. Las discusiones eran cada vez más frecuentes y los silencios, más largos. La última vez que reímos juntos fue en unas vacaciones en Asturias, hace ya tres años.

La gota que colmó el vaso fue una noche de invierno. Fernando llegó tarde otra vez, olía a ginebra y a perfume ajeno. No hizo falta preguntar. Supe que ya no quedaba nada entre nosotros salvo reproches y una convivencia insostenible. Pero lo que más me dolía era ver a mis hijos crecer entre gritos y miradas frías.

—No quiero que os odiéis —le dije esa noche a Fernando—. Pero no puedo seguir así.

Él me miró con una mezcla de rabia y resignación. —¿Y los niños? ¿Has pensado en ellos?—

Claro que había pensado en ellos. Cada noche, mientras los arropaba, me preguntaba si era mejor aguantar por su bien o enseñarles que la felicidad también implica tomar decisiones difíciles.

La noticia cayó como una bomba en casa. Lucía dejó de hablarme durante semanas. Álvaro se encerró en sí mismo y empezó a tartamudear otra vez. Mi madre me llamó egoísta; mi hermana, Marta, me apoyó en silencio, pero noté su miedo: ella también vivía un matrimonio infeliz.

En el trabajo, las compañeras cuchicheaban a mis espaldas. “Pobres niños”, decían. En la cola del supermercado, las vecinas me miraban con lástima o desprecio. En España todavía pesa mucho eso de mantener la familia unida a toda costa.

Una tarde, mientras preparaba la merienda, Lucía entró en la cocina y lanzó su mochila al suelo.

—¿Por qué no podías aguantar un poco más? Todos los padres discuten —me espetó.

Me tragué las lágrimas y le respondí:

—No quiero que pienses que esto es culpa tuya ni de tu hermano. Pero tampoco quiero que crezcas creyendo que hay que soportar lo insoportable por miedo al qué dirán.

No me creyó. No entonces.

Las semanas pasaron y la casa se llenó de silencios incómodos. Los domingos eran los peores: Fernando venía a buscar a los niños y yo me quedaba sola, repasando una y otra vez mis decisiones. ¿Había hecho lo correcto? ¿O solo había pensado en mí?

Una noche escuché a Álvaro llorar bajito. Me senté a su lado y le acaricié el pelo.

—¿Tú también te vas a ir algún día? —me preguntó con voz temblorosa.

Sentí un nudo en la garganta.

—Nunca me iré de tu lado —le prometí—. Pase lo que pase, siempre seré tu madre.

Pero ni siquiera yo estaba segura de mis palabras.

Las reuniones familiares se volvieron un suplicio. Mi madre insistía en invitar a Fernando a las comidas del domingo “por los niños”. Mi padre apenas me miraba a los ojos. Solo Marta me abrazaba fuerte cuando nadie miraba.

En el colegio, Lucía empezó a suspender exámenes. Los profesores me llamaron preocupados. Álvaro tuvo una crisis de ansiedad durante una excursión. Me sentí la peor madre del mundo.

Una tarde, después de recoger a Lucía del instituto, paramos en una cafetería del centro. Ella jugaba con la cucharilla del café sin mirarme.

—¿Tú eres feliz ahora? —me preguntó de repente.

No supe qué responderle. ¿Era feliz? Sentía alivio por no vivir en tensión constante, pero la culpa me pesaba como una losa.

—Estoy aprendiendo a serlo —le dije al fin—. Y quiero que tú también lo seas, aunque ahora no lo entiendas.

Lucía suspiró y por primera vez en meses me sostuvo la mirada.

—Te echo de menos —susurró—. Echo de menos cuando éramos una familia normal.

Le cogí la mano y lloramos juntas sobre la mesa.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche fatídica. La relación con mis hijos sigue siendo difícil, pero poco a poco vamos encontrando nuestro nuevo equilibrio. He empezado terapia familiar; Lucía ha vuelto a sonreír alguna vez; Álvaro duerme mejor.

A veces me pregunto si algún día dejarán de verme como la villana de esta historia. Si entenderán que hice lo que creí mejor para todos, aunque duela.

¿Es posible reconstruir el amor después de romperlo todo? ¿Cómo se perdona una madre a sí misma cuando sus hijos aún no pueden hacerlo?