Las Visitas de Jazmín: Diez Años Después del Adiós

—¿Otra vez vas a casa de Doña Mercedes? —me preguntó Ernesto, mi esposo, con ese tono entre resignado y molesto que ya conozco tan bien.

No respondí. Solo tomé mi bolso y salí, sintiendo el peso de su mirada en mi espalda. Afuera, el sol del mediodía caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Monterrey. Caminé rápido, como si pudiera dejar atrás los rumores que me seguían desde hacía años.

«¿Por qué sigue yendo con la mamá de su exmarido?», decían las vecinas. «Eso no es normal. Seguro hay algo raro ahí». Y sí, había algo raro. Pero no lo que todos pensaban.

Cuando llegué a la casa de Doña Mercedes, la encontré sentada en el porche, mirando al vacío. Sus manos temblaban levemente sobre el regazo. Me acerqué y le di un beso en la frente.

—Buenos días, Doña Mercedes. ¿Cómo amaneció hoy?

Ella me miró con esos ojos grises, llenos de recuerdos y ausencias.

—Ay, Jazmín, hija… No sé qué haría sin ti —susurró.

Entramos juntas a la casa. El aire olía a café viejo y a las flores marchitas que ella insistía en poner en la mesa. Me puse a limpiar un poco mientras ella me contaba, por enésima vez, cómo conoció a Don Rogelio en una fiesta del pueblo.

A veces me preguntaba por qué seguía viniendo. ¿Era por costumbre? ¿Por cariño? ¿O por esa culpa que nunca me dejaba dormir?

Mi exmarido, Julián, había muerto hace once años en un accidente de moto. Yo siempre pensé que si no hubiéramos discutido esa noche, si no le hubiera dicho esas palabras tan duras, él no habría salido furioso de la casa. No habría tomado esa curva tan rápido. No estaría ahora bajo tierra.

Doña Mercedes nunca me culpó. Al contrario, me abrazó en el funeral como si yo fuera su propia hija. Pero yo sí me culpaba. Y por eso, cada día desde entonces, venía a verla. Era mi manera de pedir perdón.

La gente no entendía. Mi madre me decía:

—Jazmín, ya tienes otra familia. Deja el pasado atrás.

Pero ¿cómo se deja atrás algo que te persigue hasta en sueños?

Mi hija Camila, de mi primer matrimonio con Julián, también sufría por las habladurías.

—Mamá, en la escuela dicen que eres rara porque sigues viendo a la abuela Mercedes —me reclamó una tarde.

La abracé fuerte.

—No les hagas caso, mi amor. Hay cosas que solo el corazón entiende.

Pero ni siquiera yo las entendía del todo.

Un día, mientras le preparaba un té a Doña Mercedes, ella me tomó la mano con fuerza inesperada.

—Jazmín… ¿tú crees que algún día Julián me perdone por no haberlo protegido más?

Sentí un nudo en la garganta. Nos miramos largo rato, dos mujeres unidas por el mismo dolor y la misma culpa.

—Yo creo que él ya nos perdonó —le dije al fin—. Pero nosotras todavía no nos perdonamos a nosotras mismas.

Ella asintió y una lágrima rodó por su mejilla arrugada.

Esa tarde, al salir de su casa, me encontré con Rosaura, la vecina chismosa.

—¿Qué tanto haces ahí todos los días? —preguntó con una sonrisa venenosa.

La miré directo a los ojos.

—Acompaño a una madre que perdió a su hijo. ¿Tú nunca has sentido dolor ajeno?

Se quedó callada y yo seguí mi camino, sintiendo por primera vez en años una pizca de alivio.

Pero los problemas no terminaban ahí. Ernesto empezó a llegar tarde del trabajo y a hablarme menos. Una noche lo enfrenté:

—¿Tienes algo que decirme?

Él suspiró hondo.

—Siento que nunca estás aquí de verdad, Jazmín. Que una parte tuya se quedó allá… con ellos.

No supe qué responderle. Tenía razón. Una parte mía seguía en esa casa vieja, entre fotos descoloridas y recuerdos rotos.

Las discusiones se hicieron más frecuentes. Camila lloraba en silencio en su cuarto y mi hijastro Emiliano apenas me dirigía la palabra. Sentí que mi mundo se desmoronaba otra vez.

Una tarde lluviosa, Doña Mercedes se puso grave. Corrí al hospital con ella y pasé la noche en vela junto a su cama. Le recé a todos los santos para que no se fuera también ella… No podía perderla.

Cuando despertó al día siguiente, me sonrió débilmente.

—Gracias por estar aquí, hija —susurró—. Eres lo único que me queda de Julián.

En ese momento entendí que nuestras visitas diarias no eran solo por culpa o costumbre. Eran un acto de amor y redención mutua. Nos necesitábamos para seguir adelante.

Poco a poco, Ernesto empezó a entenderlo también. Un día vino conmigo y vio cómo Doña Mercedes le tejía una bufanda para el invierno.

—Nunca pensé que alguien pudiera querer tanto a quien no es de su sangre —me dijo después—. Ahora entiendo por qué vienes todos los días.

La vida siguió su curso. Las habladurías no cesaron del todo, pero ya no me importaban tanto. Aprendí que hay lazos más fuertes que el tiempo o el qué dirán.

Hoy, diez años después del adiós definitivo a Julián, sigo visitando a Doña Mercedes casi todos los días. A veces hablamos del pasado; otras veces solo compartimos el silencio y el café tibio.

Me pregunto: ¿cuántos secretos y dolores guardan las familias detrás de puertas cerradas? ¿Cuántos actos de amor pasan desapercibidos porque no encajan en lo que otros consideran «normal»?

¿Y ustedes? ¿Hasta dónde serían capaces de llegar para sanar una herida invisible?