Maletas en la Puerta: El Precio de Mi Libertad
—¿De verdad vas a hacer esto, Adela? —La voz de mi hija Lucía retumbó en el pasillo, temblorosa, casi rota.
No contesté. Me limité a cerrar la cremallera de la maleta azul, esa que siempre usábamos para los veranos en Benidorm. Ahora, en pleno enero, la maleta parecía un ataúd pequeño y ridículo. Dentro estaban las camisas de Ramón, sus calcetines de lana, el pijama que le regalé por Navidad. Todo lo que le pertenecía y que ya no quería en mi vida.
Me llamo Adela Martínez y tengo sesenta y dos años. Hace seis meses me jubilé después de treinta y ocho años como maestra en el colegio público de nuestro pueblo, San Bartolomé del Monte. Siempre pensé que la jubilación sería un premio, un tiempo para mí, para leer, pintar y pasear con mi perro Bruno por el campo. Pero la verdad es que, desde que Ramón también se jubiló, la casa se me hizo pequeña. Su presencia era como una sombra pegajosa: los partidos de fútbol a todo volumen, los comentarios sarcásticos sobre mis novelas, su indiferencia ante mis cuadros.
—¿No te das cuenta de que estás destrozando la familia? —insistió Lucía, con los ojos llenos de lágrimas.
—La familia ya estaba rota —susurré, apenas audible.
Mi hijo mayor, Álvaro, ni siquiera vino. Me mandó un mensaje seco: “No entiendo nada. Llámame cuando se te pase”. Como si esto fuera un capricho pasajero, como si no llevara años soñando con este momento.
Ramón apareció en el umbral del dormitorio. Tenía la cara desencajada, los ojos rojos de rabia o quizá de miedo. Nunca le había visto así.
—¿De verdad quieres que me vaya? —preguntó, con esa voz grave que antes me hacía temblar y ahora solo me daba frío.
—Sí —dije. Y fue como si una piedra enorme se desprendiera de mi pecho.
No hubo gritos ni portazos. Solo el sonido de la maleta rodando por el pasillo y el clic de la puerta al cerrarse. Después, el silencio. Un silencio tan denso que casi podía cortarlo con un cuchillo.
Durante años fui la esposa perfecta: organizaba cenas familiares, cuidaba a mis suegros cuando enfermaron, aguantaba las bromas pesadas de Ramón en las reuniones con amigos. Siempre callaba cuando él hablaba más alto. Siempre cedía cuando había que elegir vacaciones o decidir qué ver en la tele. Mis amigas del club de lectura decían que tenía suerte: “Ramón es buen hombre, no bebe ni sale con otras”. Pero nadie veía cómo me apagaba por dentro.
La primera noche sola fue un alivio y una tortura. Me preparé una tortilla francesa y cené viendo una película antigua de Sara Montiel. Bruno se acurrucó a mis pies y por primera vez en años sentí que podía respirar sin miedo a molestar a nadie. Pero luego llegó el insomnio y con él las dudas: ¿Y si me había equivocado? ¿Y si era yo la egoísta?
Al día siguiente, Lucía volvió a casa con su hija pequeña, Paula. Me miró como si fuera una extraña.
—Papá está destrozado —me dijo—. No para de llorar en casa de tía Carmen.
—Lo siento —contesté—. Pero no puedo seguir viviendo así.
—¿Así cómo? ¿Con una familia? —me reprochó.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que llevaba años sintiéndome invisible? Que cada vez que Ramón me interrumpía o se reía de mis aficiones era como una puñalada lenta e invisible.
Las semanas siguientes fueron un desfile de reproches y silencios incómodos. Mis hermanos dejaron de invitarme a las comidas familiares. En el supermercado, las vecinas cuchicheaban a mi paso: “Pobre Ramón, con lo bueno que era…”. En el grupo de WhatsApp del colegio, algunas compañeras dejaron de contestar a mis mensajes.
Solo mi amiga Pilar me apoyó:
—Has hecho lo que muchas querríamos hacer y no nos atrevemos —me dijo una tarde mientras tomábamos café en su cocina—. No eres mala persona por querer ser feliz.
Pero yo no me sentía feliz. Me sentía libre y culpable al mismo tiempo. Como si hubiera traicionado un pacto sagrado solo por querer respirar.
Una tarde recibí una carta manuscrita de Ramón. No era una súplica ni una amenaza; solo una lista de recuerdos: nuestro primer viaje a Granada, el nacimiento de Lucía, las noches en vela cuando Álvaro tuvo fiebre… Al final solo ponía: “No entiendo qué ha pasado”.
Yo sí lo sabía. Había pasado la vida. Había pasado el miedo a quedarme sola y la certeza de que ya no podía seguir fingiendo.
Ahora paso los días pintando paisajes desde mi ventana y leyendo novelas que antes no tenía tiempo de abrir. Bruno me acompaña en largos paseos por el campo y a veces me cruzo con Ramón en el mercado; nos saludamos con un gesto torpe y distante.
Lucía sigue sin perdonarme del todo. Álvaro apenas llama. Mi nieta Paula me pregunta por qué el abuelo ya no viene a casa y yo le digo que a veces los mayores también necesitan cambiar para ser felices.
A veces me siento la villana de mi propia historia; otras veces pienso que he sido valiente por primera vez en mi vida.
¿Es egoísta buscar la felicidad cuando todos esperan que sigas cumpliendo tu papel? ¿O es peor vivir toda una vida fingiendo ser quien no eres solo para no decepcionar a los demás?