Los Gritos Incesantes del 3B: El Secreto que Nos Marcó para Siempre
—¡Por favor, ya cállate! —gritó doña Marta desde su ventana, mientras los sollozos del niño del 3B se colaban por las rendijas de las paredes, como si el edificio entero respirara su dolor.
Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con mi hija Lucía haciendo la tarea y mi esposo Ernesto leyendo el periódico. Pero esa noche, como tantas otras, nadie podía concentrarse. Los gritos eran distintos: más largos, más desesperados. Lucía me miró con esos ojos grandes y asustados.
—Mamá, ¿por qué llora tanto ese niño?
No supe qué responderle. Nadie en el edificio conocía bien a la familia del 3B. Sabíamos que la señora Rosa vivía sola con su hijo Mateo desde que el papá los abandonó. Rosa era callada, apenas saludaba en el pasillo. Mateo, un niño de unos siete años, nunca jugaba con los demás. Siempre llevaba la cabeza gacha y los brazos llenos de moretones que ella explicaba como caídas tontas.
Esa noche, los gritos no pararon. Ernesto se levantó y fue a tocar la puerta del 3B. Yo lo seguí, temblando. Pronto se sumaron otros vecinos: don Guillermo del 2A, la señora Teresa del 4C, incluso el portero, don Ramiro. Golpeamos y golpeamos.
—¡Rosa! ¡Abre! ¡Sabemos que estás ahí!
Silencio. Solo los sollozos de Mateo al otro lado.
—Esto no puede seguir así —dijo Teresa, con lágrimas en los ojos—. Mañana mismo llamo a la policía.
Pero no fue necesario esperar. Esa misma noche, después de horas de llanto, todo quedó en un silencio tan espeso que dolía. Nadie durmió bien. Al amanecer, el portero notó que la puerta del 3B estaba entreabierta. Llamó a Ernesto y a don Guillermo. Yo bajé corriendo detrás de ellos, sin pensar en Lucía ni en nada más.
Entramos y lo que vimos nunca se borrará de mi memoria: Rosa estaba sentada en el suelo, con la mirada perdida y las manos ensangrentadas. Mateo yacía en la cama, cubierto hasta el cuello, inmóvil. El aire olía a miedo y a desesperanza.
La policía llegó rápido. Nos hicieron preguntas, nos pidieron detalles: ¿cuánto tiempo llevaban los gritos?, ¿alguien había visto algo extraño?, ¿por qué nadie había llamado antes? Sentí una vergüenza que me quemaba por dentro. Todos sabíamos que algo andaba mal, pero nadie hizo nada realmente.
Rosa fue arrestada esa mañana. La noticia corrió como pólvora por el barrio: «La loca del 3B mató a su hijo». Pero pronto supimos que la historia era mucho más compleja. Rosa sufría de depresión severa desde hacía años; había pedido ayuda al centro de salud varias veces, pero nunca le dieron cita con un psicólogo porque «hay lista de espera». Su familia en Veracruz nunca le contestaba el teléfono. Los vecinos murmuraban pero nadie se atrevía a acercarse demasiado.
En las semanas siguientes, el edificio entero se sumió en una tristeza densa. Los niños dejaron de jugar en el patio; las madres nos mirábamos con desconfianza y culpa. Lucía me preguntaba todas las noches por Mateo.
—¿Dónde está ahora?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña que a veces los adultos fallamos? Que la indiferencia puede ser tan letal como la violencia misma.
Un día, mientras recogía la ropa en la azotea, me encontré con Teresa.
—¿Tú crees que podríamos haber hecho algo más? —me preguntó con voz quebrada.
—No lo sé —le respondí—. Pero sé que nunca volveré a quedarme callada si escucho un grito así.
El caso de Rosa salió en todos los noticieros locales. Hubo marchas pidiendo más atención psicológica en los centros de salud; algunos políticos vinieron a tomarse fotos y prometer cambios que nunca llegaron. Pero para nosotros, los vecinos del viejo edificio de la calle San Martín, nada volvió a ser igual.
Con el tiempo, algunos se mudaron; otros intentaron olvidar. Yo no pude. Cada vez que escucho el llanto de un niño en la calle, siento un nudo en el estómago. Me convertí en voluntaria en una organización que apoya a madres solteras y niños víctimas de violencia doméstica. Es mi manera de pedir perdón.
A veces sueño con Mateo: está sentado en el columpio del patio, mirándome fijo, sin decir nada. Me despierto empapada en sudor y con el corazón roto.
Hoy han pasado casi diez años desde aquella noche. Lucía ya es adulta y estudia psicología; dice que quiere ayudar a niños como Mateo. Ernesto y yo seguimos juntos, pero hay silencios entre nosotros que nunca se llenarán.
Me pregunto si alguna vez podremos sanar realmente como comunidad. ¿Cuántos gritos más tendrán que escucharse antes de que aprendamos a mirar al otro con verdadera compasión? ¿Y ustedes? ¿Qué harían si escucharan los gritos incesantes detrás de una puerta cerrada?