Veinte años después: El precio de un hogar

—¿Por qué ahora, Tomás? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía la taza de café como si fuera un salvavidas. La cafetería de la plaza Mayor estaba casi vacía, pero sentía que todos los ojos estaban puestos en nosotros.

Tomás me miró con esa mezcla de arrogancia y vulnerabilidad que siempre me había desarmado. Habían pasado veinte años desde que firmamos el divorcio en aquel despacho frío de Salamanca. Veinte años sin apenas cruzar palabra más allá de lo estrictamente necesario por nuestro hijo, Diego. Y ahora, después de tanto tiempo, me citaba para hacerme una propuesta que rozaba lo absurdo.

—No es tan complicado, Lucía —dijo él, bajando la voz—. El piso es mío, pero si nos casamos otra vez, puedo dejarlo a Diego sin que mi familia meta las narices. Sabes cómo son mis hermanas…

Sentí una punzada en el pecho. Claro que sabía cómo eran sus hermanas: siempre me miraron como a una intrusa, una forastera de Ávila que no merecía entrar en su linaje salmantino. Cuando Tomás y yo nos separamos, respiraron aliviadas. Ahora, tras la muerte de su madre y con el piso familiar en juego, temían perder lo poco que quedaba del patrimonio.

—¿Y por qué no se lo das directamente? —pregunté, intentando mantener la calma.

Tomás suspiró.— Si me caso contigo, legalmente puedo dejarle el piso a Diego sin que ellas puedan impugnarlo. Si no… bueno, ya sabes cómo son los abogados y las herencias en este país.

Me quedé en silencio. Miré por la ventana: la lluvia resbalaba por los cristales y la gente corría bajo los paraguas. Pensé en Diego, en sus 24 años, en su trabajo precario en Madrid y en cómo siempre soñó con tener un lugar propio. Pensé en mí misma, en los años que pasé reconstruyendo mi vida tras aquel matrimonio roto por las infidelidades y las mentiras de Tomás.

Esa noche no dormí. El eco de la conversación retumbaba en mi cabeza. Recordé las discusiones a gritos, las lágrimas ahogadas en la almohada, el miedo a quedarme sola con un niño pequeño. Recordé también los momentos felices: los paseos por el Tormes, las risas en las fiestas del pueblo, el primer día de colegio de Diego.

Al día siguiente llamé a mi hermana Carmen.— ¿Estás loca? —me espetó nada más escuchar mi relato—. ¿Vas a volver a casarte con ese hombre después de todo lo que te hizo?

—No es por mí —respondí—. Es por Diego. No quiero que tenga que pelearse con sus tías por un piso que le corresponde.

Carmen suspiró.— ¿Y qué te dice Diego?

No se lo había contado aún. Temía su reacción. Siempre fue muy protector conmigo desde pequeño; odiaba ver cómo sufría por culpa de su padre. Pero esa tarde, mientras cenábamos tortilla y ensalada en la cocina, reuní el valor.

—Diego, tu padre quiere hablar contigo sobre el piso —empecé con cautela.

Él me miró con sus ojos grandes y serios.— ¿Qué pasa ahora?

Le conté todo. Al principio se quedó callado, procesando la información. Luego se levantó bruscamente.— ¡No! Mamá, ni se te ocurra hacerlo por mí. No quiero nada que venga de él si te hace daño otra vez.

Me abrazó fuerte. Sentí su corazón latiendo rápido contra mi pecho.— No quiero que sacrifiques tu dignidad por un piso —susurró.

Pero las semanas pasaron y la presión aumentó. Tomás insistía; sus hermanas empezaron a llamarme con amenazas veladas sobre abogados y testamentos. Mi madre, desde su residencia en Ávila, me aconsejaba resignación: «Piensa en el futuro del niño», repetía una y otra vez.

Una tarde lluviosa recibí una carta certificada: las hermanas de Tomás habían iniciado trámites legales para reclamar el piso como parte indivisa del patrimonio familiar. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

Esa noche soñé con mi yo joven: una Lucía llena de ilusiones, enamorada y confiada en el futuro. Me desperté llorando. ¿En qué momento había dejado de pensar en mí misma?

Decidí enfrentarme a Tomás cara a cara.— No voy a casarme contigo —le dije firme—. Si realmente quieres a Diego, busca otra forma de ayudarle. No voy a vender mi libertad ni mi dignidad por un piso.

Por primera vez vi a Tomás titubear.— Lucía… yo…

—No —le interrumpí—. Ya no soy la mujer asustada que dejaste hace veinte años.

Salí de la cafetería sintiéndome ligera y fuerte por primera vez en mucho tiempo. Al llegar a casa, Diego me esperaba.— ¿Y bien?

Le sonreí.— El piso no lo vale todo, hijo. Nuestra paz vale más.

Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra felicidad por el bien de los demás? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Vosotros qué habríais hecho?