Los mensajes ocultos: El día que descubrí la verdad

—¿Por qué no contestas, Valeria? —susurré, con la voz temblorosa, mientras mis dedos recorrían la pantalla del celular de mi esposa. Eran las tres de la mañana y el dolor de cabeza me había arrancado del sueño. Bajé a la cocina buscando aspirinas, pero lo que encontré fue el teléfono de Valeria, olvidado sobre la mesa, vibrando con insistencia.

No era la primera vez que sentía esa punzada de desconfianza. Desde hace meses, Valeria se mostraba distante, abstraída en sus pensamientos y en su celular. Pero siempre me decía que eran cosas del trabajo, que estaba cansada, que no era nada. Yo quería creerle. Quería pensar que todo era producto de mi imaginación y de los problemas cotidianos: las cuentas por pagar, el colegio de los niños, el estrés del tráfico en Lima.

Pero esa noche, mientras el dolor me taladraba la sien y el silencio de la casa me envolvía como una sábana fría, no pude resistir. Deslicé el dedo y vi la pantalla iluminada: “Valeria ❤️”. El mensaje decía: “¿Cuándo vas a decirle la verdad? No puedo seguir así”.

Sentí un vacío en el estómago. Abrí la conversación y leí los mensajes anteriores. Eran decenas de textos con alguien llamado Martín. Palabras dulces, promesas de amor, fotos de lugares donde yo nunca había estado con ella. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—¿Qué estás haciendo? —escuché la voz de Valeria detrás de mí. Me giré despacio, con el celular aún en la mano. Sus ojos se abrieron como platos al darse cuenta de lo que pasaba.

—¿Quién es Martín? —pregunté, tratando de controlar el temblor en mi voz.

Ella no respondió. Solo bajó la mirada y se abrazó a sí misma. En ese momento supe que todo había cambiado.

El resto de la noche fue un torbellino de gritos ahogados y lágrimas contenidas. Valeria intentó explicarse, pero yo ya no podía escucharla. Sentía que me habían arrancado el alma. Pensé en nuestros hijos, en los años juntos, en las promesas rotas.

Al amanecer, salí a caminar por las calles vacías del barrio. El sol apenas asomaba entre las nubes grises de Lima y yo sentía que mi vida se desmoronaba como una casa vieja en un terremoto. Recordé nuestra última salida familiar a Punta Hermosa: los niños jugando en la arena, Valeria sonriendo para las fotos… ¿Era todo mentira?

Durante días intenté entender qué había fallado. Hablé con mi madre, con mi hermana Lucía, incluso con mi mejor amigo Javier. Todos me decían lo mismo: “Tienes que pensar en ti y en los niños”. Pero yo solo podía pensar en lo que habíamos perdido.

Valeria se fue a vivir con su hermana mientras decidíamos qué hacer. Los niños preguntaban por ella todos los días y yo no sabía qué responderles. Me sentía solo, traicionado y humillado. En el trabajo apenas podía concentrarme; cada vez que sonaba un celular sentía una punzada de rabia y tristeza.

Una tarde, mientras recogía a mis hijos del colegio, vi a Valeria esperándonos en la puerta. Se veía cansada, ojerosa, como si tampoco hubiera dormido en semanas.

—Necesitamos hablar —me dijo en voz baja.

Fuimos a una cafetería cercana y allí me confesó todo: llevaba meses sintiéndose sola, perdida entre las rutinas y las responsabilidades. Martín era alguien del trabajo, alguien que la escuchaba y le hacía sentir viva otra vez.

—No quise hacerte daño —me dijo entre lágrimas—. Pero no supe cómo detenerlo.

Yo también lloré. Lloré por lo que fuimos y por lo que nunca volveríamos a ser.

El proceso de divorcio fue largo y doloroso. Tuvimos que repartirlo todo: la casa, los muebles, hasta los recuerdos. Los niños pasaban semanas conmigo y semanas con ella. Cada vez que los veía partir sentía que me arrancaban un pedazo del corazón.

Mis amigos intentaron animarme: “Es mejor así”, “Mereces algo mejor”, “El tiempo lo cura todo”. Pero yo solo quería despertar de esa pesadilla.

Con el tiempo aprendí a vivir solo. Aprendí a cocinar para dos niños hambrientos después del colegio, a lavar ropa sin mezclar colores, a dormir en una cama demasiado grande para uno solo. Aprendí a reírme otra vez cuando los niños hacían travesuras o cuando mi hermana venía a visitarnos con su risa contagiosa.

A veces veo a Valeria cuando viene a buscar a los niños. Ya no siento rabia ni dolor; solo una tristeza tranquila, como una herida vieja que ya no sangra pero tampoco termina de sanar.

He pensado mucho en lo que pasó. ¿Fue culpa mía? ¿Pude haber hecho algo diferente? ¿O simplemente nos perdimos entre las obligaciones y el cansancio?

Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que todos llevamos secretos; algunos pequeños e inofensivos, otros capaces de destruirlo todo. Pero también sé que merecemos ser felices, aunque eso signifique empezar de nuevo desde cero.

¿Ustedes qué harían si descubrieran un secreto así? ¿Perdonarían o seguirían adelante? A veces me pregunto si realmente existe el perdón cuando el corazón se rompe tan profundamente.