A los setenta, mi abuelo se casa con la vecina y nos deja atrás
—¿Pero cómo puedes hacerme esto, abuelo? —le grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes del salón vacío.
Tomás ni siquiera me miró. Seguía sentado en su butaca de siempre, la que aún olía a la colonia de la abuela Carmen. Desde que ella murió hace un año, nada había vuelto a ser igual en nuestra familia. Mi madre, Lucía, apenas podía hablar del tema sin que se le llenaran los ojos de lágrimas. Mi tío Andrés se refugió en el trabajo y yo… yo solo quería entender qué había pasado con el hombre que me enseñó a montar en bici por el Retiro.
La noticia llegó como una bofetada: Tomás se casaba con Rosa, la vecina del quinto. Nadie lo vio venir. Rosa siempre fue amable, sí, pero nunca pensamos que sería más que una presencia discreta en las reuniones de la comunidad. Cuando mi madre lo supo, se encerró en su habitación y no salió en dos días. Mi padre intentó mediar, pero Tomás ya había tomado su decisión.
—No sois quién para juzgarme —dijo Tomás una tarde, mientras recogía sus cosas para mudarse al piso de Rosa—. He pasado toda mi vida cuidando de vosotros. Ahora me toca a mí.
Las palabras me dolieron más de lo que esperaba. ¿Acaso no éramos nosotros su familia? ¿No merecíamos al menos una explicación? Pero Tomás estaba decidido. La boda fue pequeña, casi secreta. Solo asistieron dos testigos y el cura de la parroquia. Ni siquiera nos invitó.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi madre intentó llamarlo varias veces, pero él no contestaba. Mi abuela Carmen siempre decía que la familia era lo más importante, pero ahora sentía que todo se desmoronaba. Las comidas de los domingos desaparecieron; los cumpleaños pasaron sin llamadas ni mensajes. Incluso los pequeños, mis sobrinos, preguntaban por el bisabuelo y nadie sabía qué decirles.
Un día, decidí ir a buscarlo. Subí las escaleras hasta el quinto piso y llamé al timbre de Rosa. Me abrió ella misma, con una sonrisa tensa.
—Hola, Inés —dijo—. Tomás no quiere ver a nadie hoy.
—Solo quiero hablar —insistí—. Necesito entender por qué nos ha dejado así.
Rosa suspiró y me dejó pasar. El piso olía a café y a muebles nuevos. Tomás estaba sentado junto a la ventana, mirando la calle como si esperara ver pasar a alguien conocido.
—Abuelo —dije suavemente—. ¿Por qué?
Él no respondió al principio. Solo después de un largo silencio, murmuró:
—No puedo seguir viviendo en el pasado, Inés. Carmen se ha ido y yo… yo también me estaba yendo poco a poco. Rosa me devolvió las ganas de vivir.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Y nosotros? ¿No éramos suficiente para él? ¿No merecíamos al menos una despedida digna?
—¿Y la familia? —pregunté—. ¿Vas a olvidarte de nosotros así como así?
Tomás bajó la mirada.
—A veces hay que elegir entre uno mismo y los demás —susurró—. Esta vez me he elegido a mí.
Salí del piso con el corazón hecho trizas. En casa, mi madre lloraba en silencio mientras miraba fotos antiguas: bodas, bautizos, veranos en Asturias todos juntos. Mi tío Andrés propuso hablar con un abogado por si había temas de herencia que aclarar, pero nadie tenía fuerzas para pelear por dinero cuando lo que realmente queríamos era recuperar a nuestro abuelo.
Los meses pasaron y Tomás siguió sin darnos señales de vida. En Navidad le enviamos una postal; nunca respondió. En el cumpleaños de mi hermana pequeña le dejamos un regalo en el buzón; tampoco hubo respuesta.
Una tarde de primavera, recibí una carta manuscrita. Era de Tomás:
«Querida Inés,
Sé que estáis dolidos y no espero que lo entendáis ahora. Pero después de perder a Carmen sentí un vacío imposible de llenar. Rosa apareció cuando más lo necesitaba y me ayudó a recordar quién era yo antes de ser solo abuelo o padre. No os pido perdón por buscar mi felicidad, pero sí os deseo que algún día podáis perdonarme por haberos dejado atrás.
Con cariño,
Tomás»
Leí la carta una y otra vez, buscando respuestas entre líneas. ¿Era egoísmo o simplemente derecho a rehacer su vida? ¿Cuántas veces habíamos puesto nuestras expectativas sobre sus hombros sin pensar en sus propios deseos?
Hoy sigo sin saber si podré perdonarle del todo. Pero cada vez que paso por su antiguo piso y veo la ventana vacía, me pregunto si alguna vez fuimos realmente una familia unida o solo vivíamos bajo la sombra de sus decisiones.
¿Es justo exigirle a alguien que viva solo para los demás? ¿O todos merecemos una segunda oportunidad para ser felices, aunque duela?