La Silla Vacía en la Boda de Lucía

—¿De verdad vas a dejar esa silla vacía, Lucía? —La voz de mi padre retumbó en el salón, mezclándose con el eco de los preparativos y el aroma a flores frescas.

Me quedé mirando la lista de invitados, el bolígrafo temblando entre mis dedos. La silla en cuestión era para Carmen, mi madrastra. Pero yo ya había tomado una decisión: no quería que estuviera presente en el día más importante de mi vida.

Mi madre, Elena, me observaba desde la ventana, fingiendo interés en el bullicio de la calle. Sabía que la tensión flotaba en el aire como una nube de tormenta a punto de estallar. Desde el divorcio de mis padres, cuando yo tenía apenas diez años, mi vida se había convertido en un tablero de ajedrez donde cada movimiento tenía consecuencias imprevisibles.

Recuerdo perfectamente aquella tarde lluviosa en la que mi padre hizo las maletas y se marchó. No hubo gritos, solo un silencio espeso y la promesa de que todo iría bien. Pero no fue así. Mi madre se refugió en su trabajo y en su nuevo marido, Julián, mientras yo me convertía en un estorbo silencioso en nuestra propia casa.

—Lucía, cariño, ¿quieres cenar? —preguntaba Elena algunas noches, pero su mirada estaba perdida en la pantalla del móvil o en los papeles del despacho.

Fue entonces cuando mi padre apareció con Carmen. Ella era amable al principio, siempre con una sonrisa y palabras dulces. Pero algo en su forma de mirarme me hacía sentir como una intrusa en su vida perfecta. Aun así, mi padre insistía:

—Carmen solo quiere lo mejor para ti. Dale una oportunidad.

Pero las oportunidades se agotaron rápido. Carmen empezó a imponer sus normas: nada de visitas espontáneas a casa de mi madre, nada de hablar del pasado delante de ella. Y aunque nunca me faltó nada material —ropa nueva cada temporada, viajes a la playa en verano—, siempre sentí que algo esencial me era negado: el derecho a sentirme parte de una familia.

El día que cumplí dieciocho años, Carmen organizó una fiesta enorme. Invitó a todos sus amigos y familiares, pero olvidó invitar a mi mejor amiga, Marta. Cuando le pregunté por qué, me respondió con frialdad:

—No quería que te sintieras incómoda mezclando a tus amigos con los nuestros.

Aquella noche lloré en silencio en mi habitación mientras escuchaba las risas ajenas al otro lado de la puerta.

Ahora, años después, estaba a punto de casarme con Sergio y sentía que por fin podía tomar mis propias decisiones. No quería hipocresías ni sonrisas forzadas en mi boda. Por eso taché el nombre de Carmen de la lista.

Pero mi padre no lo aceptó. Me llamó una y otra vez:

—Lucía, Carmen ha estado contigo todos estos años. No puedes hacerle esto.

—Papá, no quiero hablar más del tema —le respondí con voz temblorosa.

Esa noche, Manuel hizo lo impensable: llamó a mi madre para pedirle ayuda. Yo lo escuché todo desde el pasillo:

—Elena, tienes que hablar con Lucía. No puede excluir a Carmen así. No es justo.

—¿Justo? —respondió mi madre con amargura—. ¿Justo como cuando te fuiste y me dejaste sola con una niña que apenas reconocías?

El silencio al otro lado del teléfono fue tan largo que pensé que habían colgado.

—Solo quiero que Lucía sea feliz —dijo finalmente mi padre.

Esa noche soñé con la casa antigua donde vivíamos los tres antes del divorcio. Soñé con risas compartidas y tardes de domingo viendo películas en el sofá. Al despertar, sentí un vacío tan grande que apenas podía respirar.

El día de la boda llegó cargado de nervios y expectativas. Caminé hacia el altar con la sensación de estar dejando atrás no solo una etapa, sino también parte de mí misma. Vi a mi padre sentado solo en la primera fila, la silla vacía a su lado como un recordatorio silencioso de todo lo que habíamos perdido por el camino.

Durante el banquete, Manuel se acercó a mí con los ojos húmedos:

—¿De verdad era necesario esto?

No supe qué responderle. Miré a mi alrededor: mi madre reía con unos primos lejanos; Sergio bailaba con su abuela; y yo me sentí más sola que nunca entre tanta gente.

Al final del día, mientras recogía mi ramo marchito y las luces del salón se apagaban una a una, me pregunté si había hecho lo correcto o si simplemente había repetido los errores de mis padres.

¿Es posible sanar las heridas del pasado o estamos condenados a arrastrarlas para siempre? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?