El último vals de la abuela Carmen
—¿Tú me estás tomando el pelo, Daniel? —La voz de mi abuela Carmen temblaba entre la incredulidad y la risa, mientras sostenía la invitación que yo mismo había hecho a mano, con un torpe dibujo de dos personas bailando bajo una bola de espejos.
—No, abuela. Quiero que vengas conmigo al baile de graduación. —Me senté a su lado en el sofá, rodeados por las fotos antiguas en blanco y negro que tapizaban el salón. El olor a café recién hecho y a colonia Nenuco llenaba el aire.
Ella me miró como si no entendiera nada. Sus manos, arrugadas pero firmes, apretaron la invitación. —¿Pero cómo se te ocurre? Eso es para jóvenes, para tus amigos…
—Precisamente por eso. Porque tú nunca pudiste ir al tuyo. Me lo contaste mil veces: que no había dinero, que tenías que cuidar a los tíos pequeños mientras bisabuelo trabajaba en la fábrica. —Sentí un nudo en la garganta—. Quiero que tengas tu noche, abuela. Que bailes como siempre soñaste.
Carmen se quedó callada. Sus ojos se perdieron en algún punto del pasado, quizás en aquel barrio de Vallecas donde creció entre penurias y risas robadas. —¿Sabes? A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera tenido una sola noche para mí —susurró—. Pero las mujeres de mi época no teníamos tiempo para soñar.
Mi madre, que escuchaba desde la cocina, asomó la cabeza con una sonrisa triste. —Mamá, déjate llevar por una vez. Daniel tiene razón.
La noticia corrió por el grupo de WhatsApp familiar como la pólvora. Mi tía Lucía puso el grito en el cielo: “¡Eso es ridículo! ¿Qué va a pensar la gente?” Mi primo Sergio se burló: “Vas a ser el hazmerreír del instituto”. Pero yo ya había tomado mi decisión.
La semana siguiente fue un torbellino de preparativos. Buscamos un vestido en el armario de Carmen, pero todos eran demasiado austeros o demasiado viejos. Así que fuimos juntas al mercadillo del barrio. Recuerdo cómo se le iluminó la cara al probarse un vestido azul celeste con encaje en las mangas.
—¿No es demasiado atrevido para mi edad? —preguntó Carmen, mirándose en el espejo con una mezcla de pudor y picardía.
—Abuela, hoy tienes dieciocho años otra vez —le respondí.
El día del baile llegó envuelto en nervios y emoción. Mi padre insistió en llevarnos en su Seat León, decorado con globos y una pancarta: “¡Carmen va al baile!” Los vecinos salieron a los balcones para aplaudirnos; algunos lloraban, otros reían. En ese momento sentí que no solo era mi abuela quien cumplía un sueño, sino todo el barrio.
Al llegar al instituto, las miradas se clavaron en nosotros. Algunos compañeros cuchicheaban; otros nos sonreían con complicidad. Mi mejor amiga, Marta, se acercó corriendo:
—¡Daniel! ¡Tu abuela está guapísima! —le dijo a Carmen, dándole dos besos.
La música retumbaba en el gimnasio decorado con luces y serpentinas. Al principio, Carmen se quedó sentada, observando a los chicos y chicas bailar reguetón y pop español. Pero cuando sonó “Un ramito de violetas”, su canción favorita de Cecilia, me miró y dijo:
—¿Me concedes este baile?
Bailamos torpemente entre risas y lágrimas. Sentí cómo todo el peso de los años se desvanecía de sus hombros. Por un instante, Carmen no era mi abuela: era una muchacha de diecisiete años que soñaba con ser feliz.
A mitad de la noche, uno de los profesores pidió silencio y tomó el micrófono:
—Esta noche queremos rendir homenaje a Carmen, que nos recuerda que nunca es tarde para cumplir un sueño.
Todos aplaudieron. Incluso Sergio, mi primo escéptico, se acercó para abrazarnos.
De vuelta a casa, ya de madrugada, Carmen apoyó la cabeza en mi hombro y susurró:
—Gracias por regalarme esta noche. Ahora sé que los sueños no tienen fecha de caducidad.
A veces me pregunto: ¿cuántos sueños han quedado enterrados bajo el peso de la rutina y las expectativas ajenas? ¿Cuántas Carmen hay esperando su oportunidad? ¿Y si fuéramos valientes para romper las reglas y regalar felicidad a quienes más lo merecen?