Cuando papá cerró la puerta: La noche en que mi familia se rompió

—¡No me hables así, Carmen! ¡Estoy harto!—. El grito de mi padre retumbó en las paredes del salón, tan fuerte que hasta los cuadros temblaron. Yo estaba sentada en las escaleras, abrazando mis rodillas, intentando hacerme invisible. Mi hermano Luis, dos años menor, se escondía tras la puerta de la cocina, con los ojos abiertos como platos. Mamá, con la cara roja y las manos temblorosas, apenas podía contener las lágrimas.

—¿Y qué quieres que haga, Antonio? ¿Que finja que todo está bien?—. Su voz se quebró y, por un instante, creí que papá iba a abrazarla. Pero él solo apretó los labios, cogió su chaqueta y, sin mirar atrás, salió dando un portazo tan fuerte que sentí cómo se rompía algo dentro de mí.

Esa fue la noche en que mi familia dejó de ser familia. El reloj marcaba las once y media y el silencio que siguió fue más cruel que cualquier grito. Mamá se dejó caer en el sofá, tapándose la cara con las manos. Luis y yo nos miramos sin saber qué hacer. Nadie nos había preparado para esto.

Durante días, la casa olía a tristeza. Mamá apenas salía de su habitación y cuando lo hacía, sus ojos estaban hinchados. Luis se encerró en los videojuegos y yo… yo me convertí en la sombra de todos. Recuerdo cómo en el instituto mis amigas me preguntaban si estaba bien y yo solo sonreía, como si nada hubiera pasado. Pero por dentro sentía un agujero negro.

Una tarde, mientras recogía los platos de la cena —porque ahora me tocaba a mí hacerlo todo—, escuché a mamá hablando por teléfono con mi tía Pilar:

—No sé cómo vamos a salir adelante… Antonio no responde a los mensajes. Los niños no dicen nada, pero sé que están destrozados…

Me mordí el labio para no llorar. Odiaba a papá por habernos dejado así, pero también le echaba de menos. ¿Cómo podía sentir ambas cosas a la vez?

El colegio se volvió un campo de minas. Los profesores me miraban con lástima y hasta don Manuel, el director, me llamó a su despacho:

—Marta, si necesitas hablar… aquí estamos para ayudarte.

Yo asentía, pero no decía nada. ¿De qué servía hablar si nada iba a cambiar?

Una noche, mientras intentaba dormir, escuché a Luis llorar bajito en su habitación. Me acerqué y le abracé fuerte.

—¿Tú crees que papá va a volver?— me susurró.

No supe qué responderle. Quise decirle que sí, que todo volvería a ser como antes, pero no podía mentirle.

Los días pasaban y mamá empezó a trabajar más horas en la tienda del barrio para poder pagar las facturas. Yo me encargaba de Luis y de la casa. A veces me enfadaba con ella por no estar presente, pero luego la veía llegar agotada y me sentía culpable por mis pensamientos.

Un sábado por la mañana, mientras preparaba el desayuno, sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaba papá. Tenía barba de varios días y ojeras profundas.

—Hola, Marta… ¿Está tu madre?

Le miré sin saber si abrazarle o echarle en cara todo el dolor que había causado. Mamá apareció detrás de mí y se quedaron mirándose en silencio largo rato.

—Antonio, tienes que hablar con tus hijos— dijo ella finalmente.

Papá entró al salón y nos sentamos los cuatro. Nadie decía nada hasta que Luis rompió el hielo:

—¿Por qué te fuiste?

Papá bajó la cabeza y empezó a llorar. Nunca le había visto llorar así.

—No supe hacerlo mejor… Me sentí ahogado y pensé que marchándome os haría menos daño… Pero veo que me equivoqué.

Mamá le miraba con rabia contenida. Yo solo quería entender por qué todo tenía que ser tan difícil.

Después de aquella visita, papá empezó a venir algunos domingos. Al principio era incómodo; hablábamos del tiempo o del fútbol, como si nada hubiera pasado. Pero poco a poco fuimos soltando palabras más sinceras: el miedo de Luis a quedarse solo; mi rabia por tener que hacerme mayor de golpe; el cansancio de mamá; la culpa de papá.

Una tarde de verano, mientras paseábamos por el parque del Retiro —como hacíamos cuando éramos pequeños— papá me tomó de la mano:

—Perdóname por no haber estado cuando más me necesitabas.

Le miré y sentí que algo dentro de mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.

Hoy han pasado dos años desde aquella noche. Mi familia ya no es la misma, pero hemos aprendido a vivir con nuestras cicatrices. Mamá sigue trabajando mucho, pero sonríe más; Luis ha vuelto a jugar al fútbol; papá intenta estar presente aunque viva en otro piso; yo he aprendido que crecer duele, pero también te hace fuerte.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a mi padre o si siempre quedará una parte rota en mí. ¿Es posible reconstruir una familia después de tanto dolor? ¿O solo aprendemos a vivir con las grietas?