Silencio en mi alma: Cómo sobreviví al cáncer y al abandono de mi familia

—¿Por qué no vienes a verme, mamá? —mi voz temblaba, apenas un susurro entre las paredes blancas de la habitación 314 del hospital de La Paz. El pitido monótono del gotero era la única respuesta. Mi madre guardó silencio al otro lado del teléfono, y luego colgó. Así empezó mi verdadera batalla.

Tenía treinta y dos años, una vida normal en Madrid, un trabajo en una pequeña librería de Lavapiés y una familia que, hasta ese momento, creía inquebrantable. Mi hermana Carmen y yo éramos inseparables desde niñas; compartíamos secretos, risas y hasta el sueño de viajar juntas a Granada para ver la Alhambra iluminada. Pero todo eso se desmoronó el día que recibí el diagnóstico: linfoma de Hodgkin, estadio III.

Recuerdo el frío en la consulta, el olor a desinfectante y la mirada seria del doctor Morales. «Lucía, tenemos que empezar el tratamiento cuanto antes», dijo. Salí del hospital con las piernas temblando y una carpeta llena de papeles que no entendía. Llamé a Carmen, esperando su abrazo, su voz cálida. Pero me contestó con un tono distante: «No puedo ahora, Lucía. Tengo mucho trabajo». Pensé que era el susto, que al día siguiente vendría a verme. No vino.

Las semanas siguientes fueron un desfile de quimioterapia, vómitos y noches en vela mirando el techo. Mi madre apenas me escribía mensajes cortos: «¿Cómo sigues?». Nunca llamaba. Mi padre había muerto hacía años y mi familia se reducía a ellas dos. O eso creía.

Un día, mientras me quitaban sangre para otro análisis, escuché a la enfermera Susana hablar con otra paciente sobre lo importante que era tener compañía. Sentí una punzada de envidia y vergüenza. ¿Qué había hecho yo para merecer este abandono? ¿Era tan difícil para mi madre y mi hermana estar a mi lado?

La soledad se hizo más densa cuando llegó la caída del pelo. Me miré al espejo del baño del hospital y no reconocí a la mujer pálida y calva que me devolvía la mirada. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al salir, vi a una anciana sentada sola en la sala de espera. Me senté a su lado sin decir nada. Ella me miró y sonrió con tristeza: «A veces la familia no es la sangre, hija».

Empecé a hablar más con los enfermeros, con otros pacientes. Conocí a Pilar, una mujer de Sevilla con cáncer de mama, que me enseñó a reírme del miedo. «Si te vas a quedar calva, al menos ponte un pañuelo bonito», me dijo un día mientras me regalaba uno azul celeste. Conocí también a Andrés, un chico joven con leucemia, que me contaba chistes malos para animarme.

Pero cada noche, al apagar la luz, volvía la pregunta: ¿Por qué mi madre y mi hermana me habían dejado sola? Un día, decidí llamarlas una vez más. «Mamá, ¿puedes venir? Estoy muy asustada». Su respuesta fue un silencio largo y luego un suspiro: «Lucía, no puedo verte así. Me supera». Carmen ni siquiera contestó mis mensajes.

El dolor físico era soportable comparado con el vacío emocional. Empecé a escribir un diario para no volverme loca. Escribía cartas imaginarias a mi padre, preguntándole qué haría él en mi lugar. Escribía poemas sobre la soledad y la rabia. Una noche escribí: «No sé si quiero vivir para volver a verlas o para demostrarles que puedo hacerlo sin ellas».

Pasaron los meses y el tratamiento empezó a hacer efecto. El tumor se redujo y los médicos hablaron de remisión parcial. Pero yo ya no era la misma Lucía ingenua de antes. Había aprendido a pedir ayuda fuera de mi círculo familiar: los amigos de la librería me traían libros y comida casera; Pilar y Andrés se convirtieron en mi nueva familia.

Un día recibí una carta de Carmen. Decía: «No supe cómo estar contigo. Me dio miedo verte tan frágil porque siempre fuiste la fuerte de las dos». No supe si perdonarla o enfadarme más.

Cuando por fin salí del hospital, fui sola a casa en metro. Nadie me esperaba en el portal ni había flores en la mesa del salón. Pero por primera vez sentí una extraña paz: había sobrevivido al cáncer y al abandono.

Hoy sigo luchando contra el miedo a recaer y contra el rencor hacia mi familia. A veces sueño con reconciliarnos, otras veces pienso que ya no las necesito.

¿Es posible reconstruir lo roto cuando quienes más amas te fallan? ¿O es mejor aprender a caminar solo aunque duela? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?