Cuando el corazón se hiela: El viaje silente de Lucía
—¿Otra vez llegas tarde, Antonio? —pregunté sin mirarle a los ojos, mientras removía el café con una cucharilla que tintineaba como si quisiera romper el silencio de nuestra cocina. Él dejó caer las llaves sobre la mesa, suspiró y no respondió. El reloj marcaba las diez y media de la noche; la cena estaba fría y mi paciencia también.
No sé en qué momento exacto empecé a sentir ese vacío. Quizá fue después del segundo aborto espontáneo, o tal vez cuando mi madre enfermó y yo tuve que hacerme cargo de todo. Lo cierto es que un día desperté y ya no sentí nada. Ni rabia, ni tristeza, ni siquiera amor. Solo una especie de niebla espesa que me envolvía y me impedía respirar.
Antonio y yo llevamos juntos desde la universidad. Nos conocimos en una manifestación en la Gran Vía; él gritaba consignas y yo repartía panfletos. Éramos jóvenes, idealistas y creíamos que el amor podía con todo. Pero la vida, con su rutina implacable, fue apagando poco a poco esa llama. Primero llegaron los trabajos precarios, luego la hipoteca del piso en Vallecas, después los intentos fallidos de ser padres.
—Mamá, ¿puedo salir con Marta esta tarde? —interrumpió mi hija Irene desde el pasillo.
—Haz lo que quieras —respondí sin pensar. Irene me miró con esos ojos grandes que heredó de mí y supe que notaba mi distancia. Últimamente apenas hablábamos. Ella se refugiaba en sus amigas y yo en mis silencios.
Esa noche, después de cenar en silencio, Antonio se encerró en el despacho. Yo me senté en el sofá y encendí la televisión solo para no escuchar mis propios pensamientos. En las noticias hablaban de la subida del paro y del precio de la luz. Todo parecía gris, igual que mi vida.
A veces me pregunto si otras mujeres sienten lo mismo. En el trabajo, mis compañeras hablan de sus maridos como si fueran héroes o villanos, pero yo ya no sé cómo definir a Antonio. No es malo, solo está cansado. Como yo.
Una tarde de domingo, mientras doblaba ropa en el salón, mi hermana Carmen me llamó por teléfono.
—Lucía, ¿estás bien? Hace semanas que no sé nada de ti.
—Estoy bien —mentí—. Solo un poco liada con el trabajo y la casa.
—No me engañes —insistió—. Te conozco desde siempre. ¿Has pensado en ir a terapia?
Me reí sin ganas. En mi familia nadie va al psicólogo; eso es para los americanos o para los ricos de Salamanca. Aquí se aguanta y punto.
Pero esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al baño. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, piel apagada, una tristeza antigua en la mirada. Recordé cuando Antonio me decía que era la mujer más guapa de Madrid. Ahora ni siquiera me miraba.
Al día siguiente, mientras esperaba el metro en Sol, vi a una pareja joven abrazándose en el andén. Sentí una punzada de envidia y rabia. ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿En qué momento dejé de luchar por mí?
En casa, Antonio seguía llegando tarde y yo seguía fingiendo que no me importaba. Irene cada vez salía más y hablaba menos conmigo. Un día encontré una nota en su habitación: «Mamá, ¿por qué ya no sonríes?» Me rompió el alma.
Decidí llamar a Carmen.
—Necesito ayuda —admití entre sollozos.
Ella vino esa misma tarde con una tarta de manzana y un abrazo largo. Hablamos durante horas. Le conté todo: el frío en mi corazón, la soledad compartida con Antonio, el miedo a romper la familia por egoísmo.
—No es egoísmo querer ser feliz —me dijo—. Es supervivencia.
Sus palabras me hicieron pensar. Empecé a ir a terapia a escondidas; no quería que nadie lo supiera. Allí aprendí a poner nombre a mis emociones: tristeza, frustración, miedo… Y también esperanza.
Un día, después de meses de silencios y miradas esquivas, me senté frente a Antonio.
—Tenemos que hablar —dije con voz temblorosa.
Él me miró por primera vez en mucho tiempo.
—¿Tú también sientes este frío? —pregunté.
Antonio asintió. Lloramos juntos por todo lo perdido y por lo que nunca llegamos a tener. Decidimos darnos un tiempo; él se fue unas semanas a casa de su hermano Luis.
Irene lloró al principio, pero luego empezó a hablar más conmigo. Salíamos a pasear por El Retiro y poco a poco fui recuperando algo parecido a la alegría.
No sé si Antonio y yo volveremos a estar juntos algún día. Lo que sí sé es que merezco sentir algo más que frío en el corazón.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones donde el amor se ha congelado? ¿Cuántas se atreven a romper el hielo antes de perderse del todo?