El último verano de Carmen: Renacer a los 59

—¿Pero tú te has vuelto loca, mamá? —La voz de Marta retumbó en la cocina, haciendo vibrar las tazas de café sobre la mesa. Yo apreté el borde del mantel con los dedos, intentando no dejarme arrastrar por el vértigo que sentía desde que había pronunciado aquellas palabras: “He conocido a alguien”.

No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera vez que sentía que mi hija me miraba como si fuera una extraña. Marta, con sus treinta y tres años y su vida perfectamente ordenada en Madrid, no podía entender que yo, Carmen, su madre viuda y abuela de dos nietos, estuviera pensando en enamorarme otra vez. Y menos aún de una mujer.

Lucía apareció en mi vida una tarde de junio, cuando el sol caía sobre las calles de Salamanca y yo salía del supermercado con las bolsas llenas. Tropecé con ella en la puerta y, entre risas y disculpas, terminamos compartiendo un café en la terraza de la plaza Mayor. Era menuda, con el pelo corto y una sonrisa que parecía iluminarlo todo. Hablamos de libros, de viajes, de lo difícil que era encontrar amigas sinceras a nuestra edad. No sé en qué momento la conversación se volvió confidencia, ni cuándo empecé a esperar sus mensajes cada noche.

—¿Y papá? —insistió Marta—. ¿Ya te has olvidado de él?

Sentí el peso de la culpa aplastándome el pecho. Mi marido, Antonio, había muerto hacía seis años. Habíamos compartido cuarenta años juntos: rutinas, silencios, domingos de paella y veranos en la playa de Sanlúcar. Pero también soledad. Mucha soledad. Nadie habla de lo sola que puede sentirse una mujer después de los cincuenta, cuando los hijos se van y las amigas se dispersan.

—No me he olvidado de tu padre —le respondí—. Pero sigo viva, Marta. Y tengo derecho a ser feliz.

Ella negó con la cabeza y salió dando un portazo. Me quedé sola en la cocina, escuchando el eco de su enfado mezclado con el tic-tac del reloj. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era egoísta por querer algo más para mí?

Esa noche, Lucía me llamó.

—¿Cómo ha ido? —preguntó con voz suave.

—Mal —confesé—. Marta está furiosa. Dice que estoy traicionando a Antonio.

Lucía guardó silencio un instante antes de responder:

—¿Y tú qué sientes?

Me quedé pensando. Sentía miedo, sí. Pero también una alegría nueva, una ilusión que creía perdida para siempre.

Durante semanas, viví dividida entre dos mundos: el de mi familia, donde debía ser la madre abnegada y la abuela perfecta; y el de Lucía, donde podía ser simplemente Carmen. Íbamos al cine, paseábamos por el río Tormes, nos reíamos como adolescentes. Pero cada vez que sonaba el teléfono y veía el nombre de Marta o de mi hijo Álvaro, sentía un nudo en el estómago.

Un domingo por la tarde, Marta vino a casa con mis nietos. Me abrazó sin mirarme a los ojos y dejó caer una frase como quien deja caer una bomba:

—He hablado con Álvaro. Dice que no quiere que los niños sepan nada de… eso.

Me dolió más de lo que esperaba. ¿Eso? ¿Mi felicidad era ahora un secreto vergonzoso?

Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Lloré por Antonio, por mis hijos, por mí misma. Por todas las veces que había callado mis deseos para no molestar a nadie.

Al día siguiente llamé a Lucía y le pedí que viniera a casa.

—No puedo seguir así —le dije—. No quiero perderte, pero tampoco quiero perder a mis hijos.

Lucía me tomó las manos entre las suyas.

—Carmen —susurró—, llevas toda la vida viviendo para los demás. ¿No crees que ya es hora de vivir para ti?

Sus palabras me atravesaron como un relámpago. Tenía razón. Había pasado casi seis décadas cumpliendo expectativas ajenas: primero las de mis padres, luego las de Antonio, después las de mis hijos. Siempre la buena hija, la buena esposa, la buena madre. ¿Y yo? ¿Dónde quedaba yo?

Decidí dar un paso al frente. Al domingo siguiente invité a toda la familia a comer. Preparé cocido madrileño y puse flores frescas en la mesa. Cuando todos estuvieron sentados, respiré hondo y hablé:

—Quiero deciros algo importante —mi voz temblaba pero no me detuve—. Estoy enamorada de Lucía. Sé que es difícil para vosotros entenderlo, pero necesito que respetéis mi decisión.

El silencio fue absoluto. Marta bajó la mirada; Álvaro apretó los labios; los niños seguían jugando ajenos al drama adulto.

—¿Y si te equivocas? —preguntó Álvaro al fin—. ¿Y si sufres?

Sonreí con tristeza.

—Ya he sufrido bastante por no ser quien soy.

No fue fácil. Durante semanas apenas tuve noticias de mis hijos. Pero poco a poco empezaron a llamarme otra vez: primero para preguntarme por los nietos, luego para saber cómo estaba yo. Marta vino un día a buscar una receta y se quedó a tomar café con Lucía y conmigo. Álvaro me mandó un mensaje: “Si eres feliz, yo también”.

Hoy Lucía y yo paseamos juntas por Salamanca sin escondernos. Mis nietos nos abrazan cuando vienen a casa y Marta ha empezado a preguntarme por ella como quien pregunta por una amiga lejana pero querida.

A veces me pregunto si he sido valiente o simplemente egoísta. Pero cuando Lucía me sonríe al otro lado de la mesa y siento esa paz nueva en el pecho, sé que hice lo correcto.

¿No merecemos todas una segunda oportunidad para ser felices? ¿Cuántas veces dejamos pasar la vida por miedo al qué dirán?