El nombre que nunca fue: una tradición rota en mi familia
—No, Antonio. No pienso llamar a mi hijo como tu padre.
La voz de Lucía resonó en el salón, cortando el aire como un cuchillo. Mi hijo, Sergio, me miró con ojos suplicantes, buscando en mí una respuesta que calmara las aguas. Pero yo no podía callar. No después de todo lo que significaba ese nombre para nosotros.
—¿Cómo que no? —respondí, sintiendo cómo la sangre me hervía—. En esta familia, los hijos llevan el nombre de sus abuelos. Así ha sido siempre. ¿Por qué quieres romper con eso?
Lucía apretó los labios y bajó la mirada. Mi mujer, Carmen, intentó intervenir, pero yo levanté la mano. No podía permitir que una tradición de generaciones se desvaneciera por un simple capricho moderno.
Desde pequeño, mi padre me contaba historias de nuestro linaje: Antonio el mayor, Antonio el mediano, Antonio el pequeño… Todos los hombres de la familia llevaban ese nombre. Era nuestro sello, nuestra identidad. Cuando Sergio nació, no hubo discusión: sería Sergio Antonio. Y ahora que él iba a ser padre, esperaba con ansias que esa cadena no se rompiera.
Pero Lucía… Lucía era diferente. Venía de una familia de Madrid, moderna, con ideas propias y poco apego a las costumbres antiguas. Desde el principio noté su resistencia a nuestras tradiciones: no quería ir a misa los domingos, ni celebrar la matanza del cerdo en el pueblo. Pero nunca imaginé que llegaría tan lejos como para negar el nombre de mi padre a su hijo.
—No es un capricho —dijo ella, con voz temblorosa—. Quiero que nuestro hijo tenga un nombre propio, uno que signifique algo para nosotros dos. No quiero imponerle una carga que no ha elegido.
—¿Carga? —repetí, incrédulo—. ¡Es un honor! ¿No lo entiendes?
Sergio se levantó del sofá y se acercó a mí.
—Papá, por favor…
Pero yo no podía escucharle. Sentía que todo lo que había construido se desmoronaba ante mis ojos. ¿Qué dirían mis hermanos? ¿Y los vecinos del pueblo? ¿Cómo iba a mirar a mi padre a los ojos cuando le visitara en el cementerio?
Esa noche apenas dormí. Carmen intentó consolarme.
—Antonio, cariño… Los tiempos cambian. Quizá deberíamos dejarles decidir.
—¿Y si mañana deciden no celebrar la Navidad? ¿O vender la casa del pueblo? —respondí, con amargura.
Los días pasaron y la tensión creció. En cada comida familiar, el tema salía a relucir. Mi hermana Pilar me llamó exagerado; mi hermano Luis me apoyaba en silencio. En el bar del barrio, los amigos bromeaban:
—¡Vaya con las nueras modernas! —decía Manolo entre risas—. Al final todos acabaremos llamándonos Kevin o Dylan.
Pero para mí no era una broma. Era una cuestión de identidad.
El día de la ecografía llegó y todos esperábamos ansiosos en la sala de espera del hospital. Cuando Sergio salió con una sonrisa nerviosa y anunció:
—¡Es niña!
Sentí una mezcla extraña de alivio y decepción. Por un lado, se acababa la discusión del nombre; por otro, la tradición se rompía igualmente.
Lucía me abrazó tímidamente.
—Antonio… Espero que puedas entenderlo algún día.
No supe qué responderle.
El embarazo avanzó y poco a poco fui aceptando la idea de tener una nieta. Carmen tejía patucos rosas y yo me sorprendía imaginando cómo sería jugar con ella en el parque o enseñarle a montar en bici por las calles del pueblo.
Pero el tema del nombre volvió a surgir cuando Lucía anunció:
—Se llamará Alba.
Alba… Un nombre bonito, sí, pero sin historia en nuestra familia. Sin raíces.
La noche antes del bautizo, Sergio vino a verme al taller donde paso las tardes arreglando cosas viejas.
—Papá… Sé lo importante que es para ti la tradición. Pero Alba será nuestra hija y queremos que tenga su propio camino. No queremos imponerle nada.
Le miré a los ojos y vi en él al niño que llevaba al fútbol los domingos, al joven que lloró cuando murió su abuelo… y al hombre que ahora tenía delante, dispuesto a defender a su familia por encima de todo.
—¿Y si algún día Alba quiere saber de dónde viene? —pregunté—. ¿Qué le vais a contar?
Sergio sonrió tristemente.
—Le contaremos todo. Que su bisabuelo se llamaba Antonio y era un hombre fuerte y generoso. Que tú luchaste por mantener viva una tradición porque amabas a tu familia más que nada. Pero también le diremos que cada generación tiene derecho a elegir su propio camino.
El día del bautizo llegó y, aunque me costó, sonreí cuando escuché al cura pronunciar el nombre de Alba en voz alta. Vi a Lucía llorar de emoción y entendí que quizá había algo más importante que las tradiciones: la felicidad de los que amamos.
Ahora miro a mi nieta dormir en brazos de su madre y me pregunto: ¿cuánto pesan realmente las tradiciones? ¿Vale la pena perder momentos preciosos por aferrarse al pasado? ¿O es mejor aprender a soltar y dejar que cada uno escriba su propia historia?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Hasta dónde llegaríais por mantener viva una tradición familiar?