Después del Divorcio: Entre el Amor de Abuela y la Justicia Familiar
—¡No te lo voy a permitir, Mariana!— gritó Valeria desde la puerta, con los ojos llenos de rabia y lágrimas. Yo apenas podía sostenerme en pie, temblando, mientras veía cómo mi nuera se llevaba a mis nietos de la mano, alejándolos de la casa que durante años fue su refugio.
Todo comenzó hace seis meses, cuando mi hijo Andrés llegó a casa con el rostro desencajado y los hombros caídos. «Mamá, Valeria quiere el divorcio. Dice que ya no puede más». Sentí que el mundo se me venía encima. Andrés y Valeria llevaban diez años juntos, y aunque las peleas eran frecuentes, nunca imaginé que llegarían tan lejos. Mis nietos, Camila y Emiliano, apenas tenían siete y cinco años.
Desde ese día, la casa se llenó de susurros y discusiones a media voz. Manuel, mi esposo, intentaba mantener la calma: «Mariana, no te metas tanto. Es cosa de ellos». Pero ¿cómo no meterme? Era mi familia la que se desmoronaba frente a mis ojos.
La situación se volvió insostenible cuando Valeria exigió quedarse con la casa y el carro. «Es lo justo», decía ella. «Yo me quedo con los niños, necesito estabilidad». Pero yo sabía cuánto le había costado a Andrés levantar ese hogar. Trabajó años en la fábrica de autopartes, ahorrando peso por peso para darnos un techo digno en las afueras de Guadalajara.
Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, Andrés me confesó entre sollozos: «Mamá, si pierdo la casa no sé dónde voy a vivir. No puedo permitirme un departamento cerca del trabajo». Sentí una furia sorda crecer dentro de mí. ¿Cómo podía Valeria ser tan injusta? Decidí acompañarlo al juzgado y hablar con el abogado. «No te preocupes, hijo. No estás solo».
El día de la audiencia fue un infierno. Valeria me miraba como si fuera su peor enemiga. «¿Así me pagas todo lo que hice por tu hijo?», me susurró al oído antes de entrar a la sala. Yo solo bajé la mirada; no quería pelear más.
El juez falló a favor de Valeria: ella se quedó con la casa y el carro, y Andrés solo pudo llevarse algunas cosas personales. Cuando salimos del juzgado, Valeria me lanzó una última mirada de desprecio: «No quiero volver a verte cerca de mis hijos».
Al principio pensé que era solo una amenaza producto del enojo. Pero pasaron los días y no volví a ver a Camila ni a Emiliano. Llamaba a Valeria y nunca contestaba. Le escribía mensajes que quedaban en visto o sin respuesta. Andrés intentaba mediar: «Mamá, dame tiempo. Tal vez cuando las cosas se calmen…» Pero las cosas nunca se calmaron.
Las tardes se volvieron eternas sin las risas de mis nietos corriendo por el patio. Manuel trataba de animarme: «Mariana, tienes que ser fuerte. No podemos hacer nada más». Pero yo sentía que me arrancaban el corazón cada vez que veía sus juguetes olvidados en la sala.
Un día, desesperada, fui hasta la escuela donde estudiaban Camila y Emiliano. Los vi salir tomados de la mano con Valeria. Me acerqué con el corazón en la garganta: «¡Camila! ¡Emiliano! Soy yo, su abuela». Camila me miró confundida y corrió hacia mí, pero Valeria la detuvo bruscamente: «No te acerques a ellos. No tienes derecho».
La gente empezó a mirar; sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo. «Valeria, por favor… Solo quiero verlos un momento». Ella me empujó suavemente hacia atrás: «Tú elegiste tu bando, Mariana. Ahora vive con las consecuencias».
Esa noche lloré como nunca antes en mi vida. Manuel me abrazó en silencio; sus manos temblaban tanto como las mías. «¿Qué hicimos mal?», le pregunté entre sollozos. Él solo negó con la cabeza: «A veces no hay respuestas, Mariana».
Los días pasaron lentos y pesados. Andrés venía menos seguido; estaba deprimido y apenas hablaba. Yo trataba de mantenerme ocupada: tejía suéteres para los niños que tal vez nunca usarían, cocinaba sus platillos favoritos esperando que algún día volvieran a sentarse en mi mesa.
Una tarde recibí una carta certificada: era una orden judicial que me prohibía acercarme a menos de cien metros de mis nietos o de Valeria. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Llamé a Andrés entre gritos y lágrimas: «¡No puede hacerme esto! Son mis nietos también».
Andrés llegó corriendo; estaba pálido y nervioso. «Mamá, por favor… No hagas nada que pueda empeorar las cosas». Pero ¿cómo resignarse? ¿Cómo aceptar que una decisión tomada por amor a mi hijo me costara el amor de mis nietos?
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Manuel enfermó del corazón; dicen que las penas también matan. Yo iba al mercado y sentía las miradas de las vecinas: algunas me daban palabras de aliento, otras cuchicheaban sobre lo que había pasado.
Un día recibí una llamada inesperada: era Camila desde el teléfono de una amiga. «Abuela, te extraño mucho… ¿Por qué ya no vienes? Mamá dice que eres mala». Sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas pude responder: «Yo también te extraño, mi niña… Nunca olvides cuánto te amo».
Esa noche recé como nunca antes lo había hecho: le pedí a Dios que cuidara a mis nietos y que algún día pudieran entender mi dolor y mi amor por ellos.
Hoy escribo estas líneas con la esperanza de que alguien allá afuera entienda mi historia. ¿Hice mal en defender a mi hijo? ¿Es justo perder a mis nietos por luchar por lo que creí correcto? A veces me pregunto si el amor de abuela debería tener límites o si simplemente debemos aceptar el dolor como parte del precio por defender a quienes amamos.