La herencia de la calle Olmo: Entre ladrillos y recuerdos

—¡No pienso vender la casa, Diego! —gritó mi madre, con las manos temblorosas sobre la mesa de formica, como si así pudiera sujetar el mundo que se le escapaba entre los dedos.

Yo apreté los labios, sintiendo el sudor frío en la nuca. Magdalena esperaba en el coche, con los niños. No quería entrar; nunca se había sentido bienvenida aquí. Y ahora, después de meses de discusiones, me había armado de valor para plantear lo inevitable.

—Mamá, escúchame. No es solo por nosotros. Es que esta casa es demasiado grande para ti. Apenas subes las escaleras, te quejas del frío en invierno y del calor en verano. Podrías vivir mejor en un piso más pequeño, cerca de tus amigas…

Ella me miró con esos ojos oscuros que tantas veces me habían hecho sentirme pequeño. —¿Y qué hago con todo esto? ¿Con las fotos de tu padre? ¿Con el reloj de pared que trajo tu abuelo de Salamanca? ¿Dónde meto los recuerdos, Diego?

Me mordí la lengua. No era solo una cuestión de espacio o dinero. Era la vida entera de mi madre, comprimida en cada grieta de las paredes, en cada azulejo desportillado del baño.

—Madre, no podemos seguir así. Magdalena y yo… necesitamos una entrada para comprar nuestro piso. Los alquileres están por las nubes y…

—¡Ah! —me interrumpió—. Ya salió Magdalena. Siempre ella. ¿Te crees que no sé que no le gusto? ¿Que no soporta venir aquí? ¿Que te ha metido esa idea en la cabeza?

Sentí la rabia subir por mi garganta. —No es solo cosa de Magdalena. Es mi decisión también. Papá dejó la casa para los dos, pero tú sabes que él siempre pensó en el futuro de su familia.

Mi madre se levantó despacio, como si le pesaran los años y las palabras. Caminó hasta la ventana y apartó la cortina con un gesto brusco. Afuera, el barrio seguía igual que siempre: niños jugando al fútbol en la plaza, el olor a pan recién hecho de la panadería de los Ortega.

—¿Sabes lo que más miedo me da? —dijo sin mirarme—. Que vendáis esta casa y yo me convierta en una extraña en mi propia vida. Que todo lo que fuimos desaparezca.

Me acerqué a ella, pero no supe qué decirle. Yo también sentía ese vértigo: dejar atrás la infancia, los domingos de cocido, las noches de Reyes con los zapatos junto a la chimenea.

—Mamá…

—No me llames mamá como si fuera una niña —me cortó—. Soy tu madre, sí, pero también soy una persona. Y esta casa es lo único que me queda.

El silencio se hizo espeso entre nosotros. Recordé cuando mi padre murió, hace ya siete años. Cómo mi madre se aferró a la rutina para no venirse abajo: limpiar los cristales todos los lunes, regar las macetas del balcón cada tarde. Yo me fui a Madrid a buscar trabajo y ella se quedó aquí, sola con sus recuerdos.

—¿Y si lo hacemos poco a poco? —sugerí—. Puedes venirte unos meses con nosotros mientras buscas piso…

Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—No quiero ser una carga para nadie. Ni para ti ni para Magdalena.

Me sentí culpable al instante. No era eso lo que quería decirle. Pero tampoco podía seguir pagando un alquiler imposible mientras esta casa valía una fortuna en el mercado.

—¿Y si alquilamos la casa? Así podrías tener un ingreso fijo y…

—¿Y dejar que unos desconocidos vivan aquí? ¿Que cambien las cortinas, pinten las paredes o tiren mis cosas? ¡Ni hablar!

La puerta del coche se abrió y Magdalena asomó la cabeza.

—¿Vas a tardar mucho? Los niños tienen hambre —dijo desde lejos.

Mi madre frunció el ceño y yo sentí cómo se me encogía el estómago.

—Dile a tu mujer que pase si quiere —dijo mi madre con voz seca—. Que esta también es su familia, aunque no lo crea.

Salí al portal y le hice una seña a Magdalena. Ella entró con paso inseguro, sujetando a Lucía de la mano y empujando a Pablo delante de ella.

—Hola, Carmen —saludó con voz baja.

Mi madre asintió sin sonreír.

Los niños corrieron al salón y se pusieron a mirar las fotos antiguas del mueble-bar. Magdalena se quedó junto a mí, tensa como un resorte.

—Carmen… Diego y yo solo queremos lo mejor para todos —dijo ella al fin—. No queremos quitarte nada. Solo pensamos que podrías estar más cómoda…

Mi madre suspiró y se sentó otra vez.

—¿Sabes lo que pasa? Que cuando una pierde a su marido y ve cómo su hijo se va haciendo mayor… todo parece irse desmoronando poco a poco. Y ahora queréis que venda lo único que me queda.

Magdalena se acercó despacio y le puso una mano en el hombro.

—No queremos hacerte daño, Carmen. Pero tampoco podemos seguir así eternamente…

Mi madre rompió a llorar en silencio. Yo sentí una punzada en el pecho: ¿estábamos siendo egoístas? ¿O era ella quien no quería aceptar que el tiempo pasa?

Pasaron unos minutos en los que solo se oía el tic-tac del reloj heredado del abuelo.

—Si vendemos la casa —dijo mi madre al fin— quiero elegir yo el piso donde irme. Y quiero llevarme mis cosas. Todas las que pueda.

Asentí aliviado, aunque sabía que nada volvería a ser igual.

Esa noche, al volver a nuestro piso alquilado en Vallecas, no pude dormir pensando en todo lo que habíamos perdido por el camino: tiempo juntos, palabras no dichas, abrazos guardados por orgullo o miedo.

¿De verdad merece la pena vender los recuerdos por un futuro más cómodo? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos precedieron?