¿Por qué le prohibí a mi hija divorciarse?
—¿Pero cómo puedes siquiera pensarlo, Lucía? —le grité, la voz quebrada, mientras ella se quedaba de pie en el umbral de la cocina, con las manos temblorosas y los ojos rojos de tanto llorar—. ¡Tienes una familia perfecta! ¡Un marido que te cuida, una casa preciosa, dos hijos sanos! ¿Qué más puedes pedir?
Lucía no contestó. Bajó la mirada y apretó los labios, como si las palabras le dolieran físicamente. En ese momento, sentí que todo lo que había construido durante años —los sacrificios, las noches sin dormir, los consejos dados a escondidas— se desmoronaba ante mis ojos. ¿Cómo podía mi hija querer destruir lo que yo siempre soñé para ella?
Recuerdo perfectamente el día en que me confesó su decisión. Era un domingo por la tarde, la casa olía a cocido y el fútbol sonaba de fondo en la televisión del salón. Mi marido, Antonio, dormitaba en el sofá, ajeno a la tormenta que se avecinaba. Lucía se sentó frente a mí, con esa seriedad que sólo saca cuando algo realmente importante le pesa en el pecho.
—Mamá, quiero separarme de Sergio —dijo, casi en un susurro.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No podía ser. No después de todo lo que habíamos hecho para que ella tuviera una vida mejor que la mía. Yo, Halina, hija de inmigrantes polacos en Madrid, había luchado toda mi vida para salir adelante. Me casé joven con Antonio porque era trabajador y honrado, aunque nunca tuvimos lujos. Por eso, cuando Lucía empezó a decir de pequeña que quería casarse con un hombre rico, sentí una punzada de miedo. No quería que repitiera mis errores, pero tampoco quería que su felicidad dependiera sólo del dinero.
—¿Y los niños? ¿Has pensado en ellos? —le pregunté, casi suplicando.
—Claro que sí —me respondió—. Pero no puedo seguir viviendo así. Mamá, Sergio no es quien tú crees. No me escucha, no me respeta…
No quise oír más. Me levanté bruscamente y empecé a fregar los platos con furia, como si así pudiera borrar sus palabras. ¿Cómo podía decir eso de Sergio? Él siempre había sido amable conmigo, siempre traía flores en mi cumpleaños y ayudaba en las cenas familiares. ¿Acaso no era eso suficiente?
Pero Lucía insistió. Me contó cosas que nunca imaginé: las discusiones constantes, los silencios eternos en la mesa, las miradas frías cuando los niños no estaban delante. Me habló de noches enteras llorando en el baño para no despertar a nadie. Me habló de sentirse invisible.
—Mamá, no quiero acabar como tú —me dijo una noche, cuando ya no podía más.
Esa frase me atravesó como un cuchillo. ¿Acaso mi vida había sido tan triste? ¿Había dado esa imagen a mi hija? Recordé entonces las veces que Antonio llegaba tarde del trabajo y yo me quedaba sola en la cocina, mirando la foto de nuestra boda y preguntándome si algún día sería realmente feliz.
Pero no podía permitir que Lucía tirara todo por la borda. En mi cabeza resonaban las voces de mis vecinas del barrio: “¡Qué vergüenza! ¡La hija de Halina divorciada!”. En España aún pesa mucho el qué dirán, sobre todo en familias como la nuestra, donde las apariencias lo son todo.
Intenté convencerla de todas las maneras posibles: le hablé del futuro de sus hijos, del escándalo familiar, del esfuerzo que había hecho Sergio por mantenerlos a todos bien. Incluso recurrí a mi propio miedo al fracaso: “¿Y si te arrepientes? ¿Y si nunca encuentras a alguien mejor?”
Pero Lucía estaba decidida. Y cuanto más intentaba retenerla, más se alejaba de mí. Empezó a pasar menos tiempo en casa, a evitar mis llamadas, a buscar apoyo en sus amigas y no en mí. Una noche llegó tarde y la esperé despierta.
—¿Dónde has estado? —le pregunté con voz dura.
—Con Marta —me contestó—. Necesitaba hablar con alguien que me entendiera.
Me dolió más de lo que quise admitir. ¿En qué momento había dejado de ser su refugio?
Los días pasaron y la tensión creció entre nosotras. Antonio intentaba mediar, pero siempre acababa diciendo lo mismo: “Déjala decidir”. Yo no podía. Sentía que si Lucía se divorciaba, todo mi esfuerzo como madre habría sido en vano.
Una tarde cualquiera, mientras recogía la ropa tendida en el patio interior del piso, escuché a mis vecinas hablar en voz baja:
—Dicen que la hija de Halina quiere separarse…
—¡Qué disgusto para su madre! Con lo bien que parecía irles…
Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. ¿Por qué tenía tanto miedo al juicio ajeno? ¿Por qué me importaba más lo que pensaran los demás que la felicidad de mi propia hija?
Esa noche tuve una pesadilla: veía a Lucía sola en un piso pequeño y oscuro, los niños llorando y ella sin fuerzas para seguir adelante. Me desperté sudando y con el corazón encogido.
Al día siguiente decidí hablar con ella desde otro lugar. La encontré en su habitación, mirando por la ventana.
—Lucía —le dije suavemente—, sólo quiero lo mejor para ti. Pero tengo miedo… Miedo de verte sufrir como yo sufrí. Miedo de que te arrepientas.
Ella se giró y me abrazó fuerte.
—Mamá —susurró—, yo también tengo miedo. Pero prefiero arriesgarme a ser feliz que quedarme donde ya no puedo respirar.
Lloramos juntas largo rato. Por primera vez entendí que mi deber como madre no era protegerla del dolor a toda costa, sino acompañarla en sus decisiones aunque no las compartiera.
Hoy Lucía está rehaciendo su vida poco a poco. No es fácil: hay días malos y noches largas. Pero la veo más ligera, más viva. Los niños están bien y Sergio ha aprendido a ser mejor padre desde la distancia.
A veces me pregunto si hice bien o mal al intentar retenerla tanto tiempo en un matrimonio infeliz. ¿Cuántas madres españolas viven atrapadas entre el miedo al qué dirán y el deseo profundo de ver felices a sus hijos? ¿Hasta dónde debemos llegar para protegerlos sin cortarles las alas?