¿Por qué mi hijo eligió el peor camino?
—¿De verdad, Daniel? ¿A esto me has traído? —susurré, apretando el bolso contra mi pecho mientras la puerta de la casa de los padres de Lucía se cerraba tras nosotros. El olor a vino barato y fritanga impregnaba el aire. Apenas habíamos dado dos pasos en el recibidor cuando el padre de Lucía, don Ramón, apareció tambaleándose, una copa medio vacía en la mano y la corbata torcida.
—¡Hombre, los suegros! —exclamó con voz pastosa, acercándose para darme dos besos que esquivé con torpeza. Mi marido, Antonio, me miró de reojo, incómodo. Daniel, nuestro hijo, fingía no ver nada, aferrado a la mano de Lucía como si fuera su salvavidas.
No era la primera vez que sentía que mi mundo se desmoronaba, pero sí la más dolorosa. Siempre me consideré una buena madre. En el colegio de Daniel era la que organizaba las meriendas solidarias, la que recogía juguetes para los niños del barrio. En el trabajo, mis compañeros me llamaban “la madre de todos”. Pero ahora, frente a esa familia desconocida y desordenada, sentía que había fracasado donde más importaba: en mi propia casa.
Durante la cena, don Ramón no paró de hablar —y de beber—. Cada vez que levantaba la copa, Lucía bajaba la mirada y su madre, Pilar, apretaba los labios en una mueca resignada. Yo apenas probé bocado. Antonio intentó sacar algún tema neutro: fútbol, política local… Pero todo acababa en chistes gruesos o comentarios fuera de lugar.
—¿Y tú, Carmen? ¿Qué opinas de que nuestros hijos se casen tan jóvenes? —preguntó Pilar en un intento desesperado por salvar la velada.
Me mordí la lengua. Quería gritar que no estaba de acuerdo, que Daniel merecía algo mejor, que Lucía era buena chica pero su familia… su familia era un desastre. Pero solo logré musitar:
—Supongo que si se quieren…
La conversación se perdió entre risas forzadas y el tintineo de copas. Al salir, Daniel me abrazó con fuerza.
—Mamá, por favor… No hagas esto más difícil —me susurró al oído.
Esa noche no dormí. Me revolvía en la cama repasando cada detalle: el mantel manchado de vino, las bromas incómodas, la tristeza en los ojos de Lucía. ¿Por qué mi hijo había elegido precisamente esa familia? ¿En qué había fallado yo?
Los días siguientes fueron un infierno. En el trabajo no podía concentrarme; mis compañeras notaron mi mal humor.
—Carmen, ¿te pasa algo? —me preguntó María, mi amiga desde hace veinte años.
Le conté todo entre lágrimas. Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:
—A veces los hijos eligen caminos que no entendemos. Pero si le das la espalda ahora, lo perderás para siempre.
No podía dejar de pensar en ello. Recordé mi propia juventud: mi madre tampoco aprobaba a Antonio porque venía “de familia humilde”. Y sin embargo, aquí estábamos, cuarenta años después.
Pero algo dentro de mí se resistía. No podía aceptar que Daniel se atara a una familia marcada por el alcoholismo y la resignación. Empecé a buscar excusas para retrasar la boda: que esperaran un año más, que terminaran sus estudios… Daniel me miraba con decepción cada vez que sacaba el tema.
Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Lucía sentada en el portal de casa. Lloraba en silencio.
—¿Te ha pasado algo? —le pregunté, intentando sonar amable.
—Mi padre… ha vuelto a beber. Mi madre está desesperada —me confesó entre sollozos.
Por primera vez vi a Lucía como algo más que “la novia de mi hijo”. Era una chica asustada, atrapada en una situación que no había elegido. Me senté a su lado y le ofrecí un pañuelo.
—No tienes la culpa de nada —le dije suavemente.
Esa noche hablé con Antonio.
—Quizá estamos siendo injustos con Lucía —le dije—. Pero no puedo evitar pensar en el futuro de Daniel…
Antonio suspiró.
—Carmen, nuestro hijo ya es un hombre. Solo podemos estar ahí si nos necesita.
Los meses pasaron entre discusiones y silencios incómodos. La boda seguía adelante. Yo alternaba momentos de resignación con ataques de rabia y tristeza. En Navidad, Daniel nos anunció que Lucía estaba embarazada.
—Mamá, quiero que seas la primera en saberlo —me dijo con una sonrisa nerviosa.
Sentí una mezcla de alegría y miedo. ¿Sería capaz de querer a ese nieto sin reservas? ¿Podría dejar atrás mis prejuicios?
El día del nacimiento fui al hospital con el corazón encogido. Cuando vi a Daniel sosteniendo a su hija recién nacida y a Lucía mirándome con ojos suplicantes, algo dentro de mí se rompió.
Me acerqué y tomé a la niña en brazos. Era pequeña y frágil, pero perfecta.
—Bienvenida a la familia —susurré.
Ahora, mientras escribo estas líneas y escucho las risas de mi nieta jugando en el salón, me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que nuestros miedos decidan por nosotros? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no atrevernos a mirar más allá de los prejuicios?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese miedo a perder lo que más queréis por no aceptar lo diferente?