“Sé que no soy perfecta, pero tú tampoco eres lo que soñé” – Un matrimonio en ruinas bajo el cielo de Medellín

—¡No me mires así, Laura! —gritó Julián, su voz retumbando en las paredes de nuestro pequeño apartamento en Laureles, mientras la lluvia golpeaba los ventanales con furia—. Sé que no soy perfecto, pero tú tampoco eres lo que soñé.

Me quedé helada. Sentí el corazón encogerse, como si cada gota de agua allá afuera cayera dentro de mí. ¿Cuándo fue que dejamos de ser ese par de locos enamorados que bailaban salsa en la cocina? ¿En qué momento la rutina, las cuentas por pagar y los silencios incómodos reemplazaron las risas y los sueños compartidos?

No respondí. Solo lo miré, buscando en sus ojos al hombre que conocí hace diez años en la universidad. El mismo que me recitaba versos de Benedetti en el parque de los Deseos y me prometía un futuro lleno de aventuras. Ahora, frente a mí, solo veía a un extraño cansado, con ojeras profundas y el ceño fruncido.

—¿Eso piensas de mí? —logré decir, la voz temblorosa—. ¿Que soy una decepción?

Julián suspiró y se dejó caer en el sofá, hundiendo la cabeza entre las manos.

—No es eso… Es solo que… —buscó las palabras como quien busca aire bajo el agua—. Todo esto… no era lo que imaginé. Pensé que seríamos felices, Laura. Que tendríamos hijos, una casa grande, viajes… Pero mira dónde estamos. Peleando por tonterías, sobreviviendo con lo justo.

Me senté a su lado, pero sentí un abismo entre nosotros. Recordé las veces que discutimos por dinero, por su madre metiéndose en todo, por mi trabajo en la panadería que nunca le pareció suficiente. Recordé cuando perdimos el primer embarazo y cómo nos distanciamos después, cada uno encerrado en su propio dolor.

—¿Y crees que para mí esto es fácil? —le respondí, la rabia mezclándose con tristeza—. Yo también tenía sueños, Julián. Quería sentirme amada, apoyada… No convertirme en tu sombra ni en la empleada de esta casa.

Él levantó la cabeza y me miró con una mezcla de culpa y resignación.

—Tal vez nos equivocamos —dijo en voz baja—. Tal vez solo nos aferramos a una idea del otro que nunca existió.

Las palabras flotaron entre nosotros como un fantasma. Afuera, la tormenta arreciaba y sentí que el mundo se encogía hasta quedar reducido a ese instante doloroso.

Pensé en mi madre, allá en Bello, siempre repitiendo: “El matrimonio es para valientes”. Pero nadie me advirtió que la valentía también era saber cuándo soltar.

—¿Y ahora qué? —pregunté casi en un susurro.

Julián se encogió de hombros.

—No lo sé. No quiero hacerte daño, Laura. Pero tampoco quiero seguir fingiendo que todo está bien.

Me levanté y fui a la ventana. Las luces de Medellín titilaban entre la lluvia. Pensé en todas las mujeres que conocía: mi amiga Paola aguantando infidelidades por miedo a quedarse sola; mi prima Camila divorciada a los 30 y señalada por toda la familia; mi vecina doña Gloria, viuda y feliz con sus plantas. ¿Qué era peor: quedarse por miedo o irse por dignidad?

La noche cayó pesada sobre nosotros. No cenamos juntos. Julián se encerró en el cuarto y yo me quedé viendo telenovelas viejas para no pensar. Pero el silencio era ensordecedor.

Al día siguiente, intentamos actuar normal. Él se fue temprano al trabajo sin despedirse. Yo limpié la casa como autómata y fui a la panadería. Doña Marta notó mis ojos hinchados pero no preguntó nada; solo me ofreció un buñuelo caliente y una sonrisa cómplice.

Durante el día, repasé cada momento de nuestra historia: las promesas rotas, los cumpleaños olvidados, las veces que quise hablar y no pude. Me pregunté si alguna vez fuimos realmente felices o solo nos aferramos al miedo de estar solos.

Esa noche, Julián llegó tarde. Se sentó frente a mí con una taza de café y rompió el silencio:

—Laura… No quiero perderte, pero tampoco quiero seguir así. ¿Y si buscamos ayuda? ¿Terapia?

Lo miré sorprendida. Nunca pensé que él lo sugeriría.

—¿Y si ya es tarde? —pregunté con voz baja.

Él negó con la cabeza.

—No lo sabremos si no lo intentamos.

Acepté. Por primera vez en mucho tiempo sentí una chispa de esperanza mezclada con miedo. ¿Y si realmente podíamos reconstruirnos? ¿O solo estábamos prolongando lo inevitable?

Las semanas siguientes fueron un vaivén de emociones: sesiones con la psicóloga, lágrimas, reproches, pequeños gestos de cariño que parecían tan ajenos como necesarios. Descubrimos heridas viejas: su miedo al fracaso, mi necesidad de aprobación, nuestras inseguridades nunca dichas.

Un día, después de una sesión especialmente dura, Julián me tomó la mano:

—Perdón por no ser el hombre que soñaste —me dijo con lágrimas en los ojos—. Pero te juro que intento ser mejor cada día.

Yo también lloré. Porque entendí que yo tampoco era esa mujer perfecta que él imaginó. Que ambos éramos solo dos seres humanos intentando amar con todas nuestras imperfecciones.

Hoy no sé si nuestro matrimonio sobrevivirá. Pero sé que ya no tengo miedo de enfrentar la verdad ni de buscar mi propia felicidad.

¿Será suficiente el amor para sanar tantas heridas? ¿O hay momentos en los que hay que dejar ir para poder volver a soñar?