Cuando el amor se convierte en un campo de batalla: La metamorfosis de Carmen

—¿Otra vez vas a casa de Lucía? —le pregunté a Carmen mientras se ponía el abrigo, con esa prisa nerviosa que últimamente la acompaña a todas partes.

Me miró con una mezcla de fastidio y desafío. —¿Y qué quieres que haga, Antonio? ¿Quedarme aquí sentada viendo la tele contigo? Lucía necesita ayuda con los niños y Sergio está hasta arriba con el trabajo. No pienso quedarme de brazos cruzados.

No supe qué responder. Antes, Carmen era la calma en medio de mi tempestad; ahora, parecía disfrutar lanzando dardos envenenados cada vez que podía. Me quedé solo en el salón, escuchando el eco de la puerta al cerrarse. El silencio pesaba más que nunca.

No siempre fue así. Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Ella era risueña, espontánea, capaz de hacerme reír incluso en los días más grises. Nos casamos jóvenes, tuvimos a Lucía y a Pablo, y juntos construimos una vida sencilla pero feliz. Pero ahora, con los niños ya adultos y la jubilación acechando, algo en Carmen se ha roto o, quizá, simplemente ha cambiado.

Todo empezó hace unos meses. Carmen comenzó a hablar de sentirse «invisible», de que nadie la necesitaba ya. Yo intenté animarla: —Pero si tienes a tus amigas del club de lectura, ¿por qué no quedas más con ellas?

—No lo entiendes, Antonio. No es lo mismo. Quiero sentirme útil, quiero que mis hijos me necesiten —me respondió una noche, con lágrimas contenidas en los ojos.

Desde entonces, su obsesión por ayudar a Lucía y Pablo se ha vuelto casi enfermiza. Va a sus casas sin avisar, les organiza la despensa, les limpia los baños, les cocina tuppers para toda la semana. Al principio, nuestros hijos lo agradecían, pero pronto empezaron las quejas.

—Papá, mamá no para de meterse en todo —me dijo Pablo por teléfono—. El otro día me tiró unos papeles importantes pensando que eran basura. Y Lucía está igual: dice que mamá le reorganizó toda la cocina y ahora no encuentra nada.

Intenté hablarlo con Carmen:

—Carmen, los chicos están bien. No hace falta que estés encima todo el tiempo.

Ella me miró como si yo fuera un traidor.

—Claro, como tú nunca te preocupas por nada… Si no fuera por mí, esta familia se desmoronaría.

A veces me pregunto si no será culpa mía. Quizá he estado demasiado ausente, demasiado centrado en mi trabajo todos estos años. Pero también siento que Carmen está buscando un problema donde no lo hay. ¿Será esto lo que llaman crisis de la mediana edad?

Las discusiones se han vuelto rutina. El otro día, durante la comida familiar del domingo, Lucía explotó:

—Mamá, basta ya. No necesito que vengas todos los días a casa. Quiero aprender a manejarme sola.

Carmen se levantó de la mesa sin decir palabra y se encerró en el baño. Yo fui tras ella y la encontré llorando en silencio.

—¿Por qué nadie entiende que solo quiero ayudar? —susurró entre sollozos.

La abracé torpemente. Me sentí inútil.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Carmen empezó a decir cosas hirientes:

—Si no fuera por mí, ni siquiera sabrías poner una lavadora —me soltó una noche.

—No soy un inútil, Carmen —le respondí alzando la voz más de lo que pretendía.

El ambiente en casa se volvió irrespirable. Empecé a pasar más tiempo fuera: paseos largos por el parque, tardes enteras en el bar con mis amigos del dominó. Pero siempre volvía al mismo vacío.

Una tarde encontré a Carmen sentada en la terraza, mirando al horizonte con los ojos perdidos.

—¿Te acuerdas cuando soñábamos con viajar por España cuando nos jubiláramos? —le pregunté intentando romper el hielo.

Ella suspiró.

—Ya no sé si esos sueños son míos o tuyos, Antonio.

Me dolió escuchar eso. ¿En qué momento dejamos de soñar juntos?

El punto de inflexión llegó cuando Pablo llamó para decirnos que necesitaba espacio y que prefería que Carmen no fuera a su casa por un tiempo. Aquella noche mi esposa no cenó ni pronunció palabra. Al día siguiente desapareció toda la mañana; cuando volvió, tenía los ojos hinchados y una decisión tomada:

—Voy a apuntarme como voluntaria en Cáritas —anunció sin mirarme—. Si mis hijos no me necesitan, ayudaré a quien sí lo haga.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Al menos dejaría de invadir la vida de nuestros hijos, pero… ¿y nosotros? ¿Qué quedaba de nuestro matrimonio?

Las semanas siguientes fueron extrañas. Carmen parecía más animada; volvía a casa contando historias sobre las personas a las que ayudaba: ancianos solos, familias sin recursos… Yo escuchaba en silencio, sintiéndome cada vez más ajeno a su mundo.

Un día me armé de valor:

—Carmen, ¿y nosotros? ¿Dónde quedamos tú y yo en todo esto?

Ella me miró largo rato antes de responder:

—No lo sé, Antonio. Quizá deberíamos aprender a conocernos otra vez.

Esa noche dormimos espalda contra espalda, pero por primera vez en meses sentí una chispa de esperanza.

Ahora escribo estas líneas mientras Carmen prepara una maleta para pasar el fin de semana ayudando en un comedor social de Madrid. La admiro por su fuerza y su determinación, pero no puedo evitar preguntarme: ¿cuándo dejamos de ser un equipo? ¿Es posible reencontrarse después de tantos años o estamos condenados a ser dos extraños bajo el mismo techo?

¿Alguien más ha sentido cómo el amor se transforma y duele? ¿Es esto crecer juntos… o simplemente crecer separados?