Cuando la pensión no basta: una historia de familia y promesas rotas

—Abuela, cuando te den la pensión, me quedo contigo para siempre, ¿vale? —me dijo Lucas, con esa sonrisa traviesa que solo tienen los niños de ocho años. Estábamos sentados en el banco del parque, justo al pie de la colina donde todas las tardes se reúnen los vecinos del barrio. El sol caía despacio sobre los tejados de Madrid y yo sentía el peso de los años en los huesos, pero también una calidez en el pecho que solo él sabía darme.

Miré a mi hija, Marta, que charlaba distraída con su marido, Sergio, mientras su otro hijo, Daniel, se deslizaba colina abajo entre gritos y risas. Pensé en lo rápido que pasa la vida: hace nada era yo quien corría detrás de Marta para que no se hiciera daño. Ahora era ella la madre preocupada y yo… yo era la abuela que esperaba la pensión como quien espera un milagro.

La centralidad de la pensión en mi vida no era un secreto. Después de treinta y cinco años trabajando como administrativa en una pequeña gestoría del barrio de Chamberí, lo único que me quedaba era esa promesa del Estado: una paga mensual que me permitiría vivir con dignidad. Pero la realidad era otra. La pensión apenas alcanzaba para cubrir los gastos básicos y, desde que mi marido falleció hace tres años, la soledad se había instalado en casa como un huésped indeseado.

—¿De verdad te quedarías conmigo? —le pregunté a Lucas, intentando disimular la emoción en mi voz.

—¡Claro! Así podré jugar a la consola todo el día y tú me harás croquetas —respondió él, sin saber que sus palabras eran un bálsamo y una herida al mismo tiempo.

Esa noche, mientras preparaba la cena para Marta y su familia —porque los miércoles siempre cenan en mi casa—, escuché a Sergio hablando en voz baja con Marta en el pasillo.

—No podemos seguir viniendo todas las semanas, Marta. Mi madre también necesita ayuda y yo estoy agotado del trabajo. Además, tu madre tiene su pensión…

—Sergio, es mi madre. No puedo dejarla sola —respondió ella, casi susurrando.

Me quedé quieta, cuchillo en mano, sintiendo cómo el miedo se colaba por las rendijas de la cocina. ¿Y si un día dejaban de venir? ¿Y si Lucas se olvidaba de su promesa?

La semana siguiente, Marta llegó sola. Los niños tenían actividades extraescolares y Sergio estaba trabajando hasta tarde. Cenamos en silencio. Yo intenté sacar conversación sobre cualquier cosa: el tiempo, las noticias, incluso sobre la vecina del tercero que siempre deja la basura fuera del cubo. Pero Marta estaba ausente.

—Mamá, ¿has pensado alguna vez en irte a vivir a una residencia? —me soltó de repente.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No supe qué decir. En mi cabeza resonaban las palabras de Lucas: «me quedo contigo para siempre».

—No quiero ser una carga —dije al fin, con voz temblorosa.

—No eres una carga, mamá. Pero… no puedo con todo —respondió ella, con lágrimas en los ojos.

Aquella noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar las fotos antiguas: mi boda con Antonio, el nacimiento de Marta, las vacaciones en Benidorm cuando aún éramos una familia feliz. Pensé en lo injusto que era llegar a vieja y sentirte invisible, como si ya no importaras a nadie.

Pasaron los meses y las visitas se hicieron más esporádicas. Lucas venía menos; tenía fútbol los sábados y cumpleaños los domingos. Marta llamaba cada dos o tres días, pero siempre con prisas.

Un día recibí una carta del banco: habían subido el alquiler del piso donde vivía desde hacía cuarenta años. La pensión no llegaba. Fui al ayuntamiento a pedir ayuda social y me encontré con otras mujeres como yo: Dolores, que lloraba porque su hijo se había ido a Alemania; Pilar, que vendía pulseras en el mercadillo para poder comprar medicinas; Mercedes, que llevaba meses esperando una plaza en una residencia pública.

Una tarde de otoño, mientras paseaba sola por el parque, vi a Lucas jugando con otros niños al pie de la colina. Me acerqué despacio y le llamé:

—Lucas, ¿te acuerdas de lo que me prometiste?

Él me miró confundido.

—¿El qué, abuela?

—Que te quedarías conmigo cuando tuviera la pensión…

Se encogió de hombros y siguió jugando. Sentí cómo se me rompía algo por dentro.

Esa noche llamé a Marta y le dije que sí, que quizá era buena idea irme a una residencia. Ella lloró al otro lado del teléfono y yo también. No por tristeza, sino por alivio. Porque al final entendí que las promesas de los niños son como castillos de arena: hermosas pero efímeras.

Hoy escribo estas líneas desde mi nueva habitación en la residencia municipal del barrio. Hay días buenos y días malos. A veces vienen a verme; otras veces paso semanas sin noticias. Pero he aprendido a quererme un poco más y a no esperar tanto de los demás.

¿De verdad somos tan egoístas como para olvidar a quienes nos lo dieron todo? ¿O simplemente la vida nos arrastra hasta olvidar nuestras propias promesas?