Después del adiós: Aprender a respirar entre las ruinas

—No puedo más, Lucía. Necesito cambiar de vida.

La voz de Sergio temblaba, pero sus ojos no buscaban los míos. Era una noche cualquiera de febrero, el frío apretaba tras los cristales y los niños dormían al fondo del pasillo. Yo sostenía una taza de té que ya no recordaba haber preparado. Sentí cómo el calor se escapaba de mis manos, igual que él se estaba escapando de mi vida.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. Llevábamos meses sobreviviendo, no viviendo. El trabajo de él en la oficina, mi jornada partida en la farmacia, los turnos para recoger a los niños, las discusiones por la hipoteca, la pandemia que nos había dejado sin aire ni abrazos.

—No puedo seguir así. Me ahogo aquí. Quiero otra cosa —dijo, y supe que no había marcha atrás.

No hubo gritos ni portazos. Solo un silencio denso, como si el mundo entero se hubiera detenido en ese instante. Al día siguiente, Sergio hizo la maleta y se fue a casa de su hermana en Getafe. Los niños preguntaron por él durante semanas. Yo respondía con frases vacías: «Papá necesita descansar», «Papá está trabajando mucho».

Las primeras noches sola fueron un infierno. El piso parecía más grande, más frío. Me despertaba sobresaltada pensando que había olvidado cerrar la puerta o que los niños se habían levantado llorando. Pero era solo el silencio, ese silencio nuevo y brutal que lo llenaba todo.

Mi madre venía a ayudarme cuando podía, pero ella misma estaba agotada tras cuidar a mi padre enfermo. Mi hermana Marta me llamaba cada noche:

—¿Cómo estás?
—Bien —mentía.
—¿De verdad?
—No lo sé.

El banco no entiende de divorcios ni de crisis personales. La hipoteca seguía llegando cada mes como una sentencia. Hablé con el director de la sucursal, don Manuel, un hombre mayor con gafas gruesas:

—Lucía, entiendo tu situación, pero no podemos hacer mucho más que darte un aplazamiento de tres meses.

Tres meses. ¿Y después? ¿Y si no podía pagar? ¿Y si tenía que irme del piso donde mis hijos habían dado sus primeros pasos?

En el trabajo intentaba fingir normalidad. Atendía a los clientes con una sonrisa forzada mientras por dentro me desmoronaba. Un día, una clienta habitual, doña Carmen, me miró fijamente:

—Hija, tienes mala cara. ¿Te pasa algo?
—Nada grave —respondí.
Pero ella insistió:
—No te lo crees ni tú. Si necesitas hablar…

A veces pensaba en aceptar su oferta solo por sentirme escuchada.

Los niños eran mi ancla y mi tormenta. Pablo, el mayor, empezó a tener pesadillas y a mojar la cama. Sofía se volvió más callada y pegajosa. Una noche, Pablo me preguntó:

—¿Mamá, papá ya no nos quiere?
—Claro que sí, cariño. Solo necesita estar solo un tiempo.
—¿Y tú también te vas a ir?

Me rompí por dentro. Le abracé tan fuerte que casi le hago daño.

Los fines de semana Sergio venía a verlos. Al principio intentábamos hablar civilizadamente delante de los niños, pero pronto las conversaciones se volvieron tensas:

—No puedo con todo sola —le reproché un sábado.
—Yo tampoco estoy bien —respondió él.
—Pero tú te fuiste.

Se encogió de hombros y bajó la mirada. No había nada más que decir.

Las amigas desaparecieron poco a poco. Algunas no sabían qué decirme; otras parecían temer que mi desgracia fuera contagiosa. Solo Ana seguía llamando para invitarme a tomar café o a pasear por el Retiro cuando podía escaparme a Madrid:

—Tienes derecho a estar mal, Lucía. No tienes que ser fuerte todo el tiempo.

Pero yo sentía que sí tenía que serlo. Por mis hijos, por mi madre, por mí misma.

Las noches seguían siendo lo peor. Me tumbaba en la cama mirando al techo, repasando cada conversación con Sergio, cada gesto que quizá fue una señal y yo no vi. ¿En qué momento dejamos de querernos? ¿Cuándo se rompió todo?

Un día recibí una carta del colegio: Pablo tenía problemas de concentración y recomendaban hablar con un orientador escolar. Me sentí la peor madre del mundo. Lloré en el baño mientras Sofía aporreaba la puerta:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Me limpié las lágrimas y salí con una sonrisa falsa pegada a la cara.

La pandemia seguía ahí fuera como una amenaza constante. Las mascarillas, el gel hidroalcohólico, las noticias llenas de cifras y miedo… Todo era demasiado.

Una tarde de domingo, mientras doblaba ropa en silencio, Sofía se acercó con un dibujo:

—Es nuestra familia —dijo señalando los cuatro muñecos cogidos de la mano.
—Pero papá ya no vive aquí —le recordé suavemente.
—Da igual —respondió ella—. En mi dibujo sí estamos juntos.

Me eché a llorar delante de ella por primera vez desde que Sergio se fue. Ella me abrazó y me dijo:

—No llores, mamá. Yo te cuido.

A veces pienso que mis hijos son más fuertes que yo.

Han pasado ocho meses desde aquella noche en la cocina. Sigo pagando la hipoteca como puedo; sigo trabajando; sigo fingiendo normalidad ante todos menos ante mí misma. He aprendido a vivir con el silencio y hasta a encontrarle cierto consuelo: ya no hay gritos ni reproches; solo el rumor lejano del tráfico y las risas de mis hijos cuando juegan en el salón.

A veces me pregunto si algún día volveré a confiar en alguien; si podré rehacer mi vida o si este miedo será mi única compañía para siempre.

¿Es posible empezar de nuevo cuando todo lo que conocías ha desaparecido? ¿Alguna vez habéis sentido que os faltaba el aire y habéis aprendido a respirar otra vez?