Dos años después: Casarme con un divorciado y enfrentar nuestro punto de quiebre

—¿Por qué no me preguntaste antes de decirle que sí podía venir a vivir con nosotros? —le grité a Julián, mi esposo, mientras sentía que el aire se volvía denso en nuestro diminuto departamento de Almagro.

Él me miró con esos ojos cansados, los mismos que me enamoraron cuando lo conocí en aquel café de Corrientes, pero ahora llenos de culpa y resignación.

—Es mi hija, Camila. No podía decirle que no —respondió en voz baja, como si temiera que los vecinos escucharan nuestra discusión.

En ese momento sentí que el piso se abría bajo mis pies. Dos años atrás, cuando acepté casarme con Julián, sabía que su pasado venía incluido en el paquete: una exesposa resentida, una hija adolescente y muchas heridas abiertas. Pero nunca imaginé que tendría que compartir mi espacio, mi rutina y hasta mi cama —porque Lucía iba a dormir en el sofá cama del living— con una joven a la que apenas conocía.

Recuerdo la primera vez que vi a Lucía. Tenía 16 años y una mirada desafiante. Me saludó con un beso frío en la mejilla y enseguida se encerró en el cuarto de su papá. Yo intenté acercarme, invitarla a merendar, preguntarle por la escuela, pero siempre me respondía con monosílabos o directamente me ignoraba. Julián decía que era normal, que los adolescentes son así, pero yo sentía que me odiaba solo por existir.

Ahora, dos años después, Lucía había terminado el colegio en Rosario y venía a estudiar arquitectura en la UBA. Su mamá no podía mantenerla allá y Julián, como buen padre argentino, no dudó en abrirle las puertas de nuestro hogar. Solo que ese hogar era mío también, y nadie me preguntó si estaba lista para compartirlo.

Las semanas previas a su llegada fueron un infierno. Julián y yo discutíamos por todo: por el espacio en la heladera, por el baño único, por los horarios. Yo sentía que mi vida se desmoronaba y él solo repetía: «Es temporal, Cami. Cuando consiga trabajo podrá mudarse».

La noche antes de que Lucía llegara, no pude dormir. Me preguntaba si era una mala persona por no quererla cerca, si era egoísta por querer mi casa solo para mí y Julián. Recordé a mi mamá diciéndome: «Cuando te casas con un hombre con hijos, te casas también con su historia». Pero nadie me preparó para esto.

El día llegó. Lucía entró arrastrando dos valijas enormes y una mochila llena de stickers feministas. Me miró de reojo y saludó apenas. Julián la abrazó fuerte y yo sentí una punzada de celos tan intensa que tuve que ir al baño a respirar hondo.

La primera semana fue un caos. Lucía ocupaba el baño durante horas, dejaba sus cosas por todos lados y se apropiaba del control remoto como si fuera suyo. Yo intentaba mantener la calma, pero cada día era más difícil.

Una noche, mientras cenábamos empanadas de carne picante compradas en la esquina, Lucía soltó:

—¿Por qué no puedo invitar a mis amigas? Es mi casa también.

Me atraganté con la empanada y Julián intervino rápido:

—Claro que podés, hija. Solo avisá antes así nos organizamos.

Sentí que mi opinión no importaba. Que yo era la intrusa en mi propia casa.

Empecé a evitar llegar temprano del trabajo. Me quedaba horas extras en la oficina solo para no cruzarme con ella. Julián lo notó y una noche me esperó despierto.

—Cami, no podemos seguir así —me dijo—. Esto nos está destruyendo.

Me largué a llorar como una nena. Le dije todo lo que sentía: que extrañaba nuestra intimidad, que me sentía invisible, que tenía miedo de perderlo.

Él también lloró. Me confesó que se sentía culpable por el divorcio, por no haber estado más presente en la vida de Lucía, por hacerme pasar por esto.

—No sé cómo hacer para que estén bien las dos —susurró—. Siento que siempre estoy fallando.

Esa noche dormimos abrazados, pero yo sabía que nada iba a cambiar si Lucía no ponía de su parte.

Un sábado por la tarde, mientras Julián estaba en el supermercado, Lucía y yo nos cruzamos en la cocina. El silencio era incómodo. De pronto ella me miró fijamente y dijo:

—No tenés idea de lo difícil que es para mí estar acá.

Me sorprendió su sinceridad. Le pregunté por qué.

—Porque siento que le robé a mi papá otra vez —respondió—. Y porque sé que vos tampoco querés que esté acá.

Me quedé helada. Por primera vez vi a Lucía como una chica asustada, no como una enemiga.

—No es fácil para ninguna —le dije—. Pero podemos intentar hacerlo menos difícil.

No fue una charla mágica ni resolvió todo de golpe, pero fue un comienzo. Empezamos a ponernos pequeños límites: horarios para el baño, turnos para cocinar, reglas para las visitas. A veces discutíamos igual, pero al menos ya no éramos dos extrañas compartiendo un techo.

Julián notó el cambio y empezó a relajarse también. Volvimos a tener nuestras noches de películas (aunque ahora Lucía se sumaba a veces) y hasta salimos los tres juntos a caminar por Parque Centenario los domingos.

No fue fácil ni perfecto. Hubo recaídas: peleas por tonterías, silencios incómodos, lágrimas escondidas en la almohada. Pero aprendí algo importante: las familias ensambladas no se arman con amor romántico solamente; se construyen con paciencia, diálogo y mucha tolerancia al caos.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas parejas sobreviven realmente al desafío de mezclar historias rotas? ¿Cuántas mujeres como yo se animan a amar a alguien con pasado sin perderse a sí mismas? ¿Vale la pena intentarlo?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por amor?