El día que mi mundo se rompió en dos: una traición entre amigos y amores
—¿Así de fácil, Sergio? ¿Vas a romper conmigo y ni siquiera preguntas por qué estoy llorando?—. Mi voz temblaba, pero no por frío. Era rabia, era miedo, era la certeza de que algo se había roto para siempre.
Él me miró con esos ojos grises que tantas veces me habían hecho sentir segura. Pero hoy estaban vacíos, como si ya no quedara nada de nosotros. —No quiero discutir, Marta. Se acabó. Mejor así—, dijo, y recogió su chaqueta del perchero del pasillo. El portazo resonó en el piso como un trueno que anunciaba el fin de una tormenta. O el principio de otra mucho peor.
Me quedé sola en el salón, rodeada de los restos de nuestra vida juntos: las fotos en la estantería, la taza que él siempre usaba para el café, el libro que nunca terminó de leer. Todo parecía burlarse de mí. Lloré hasta quedarme sin lágrimas, hasta que la luz del atardecer se coló por la ventana y tiñó de naranja las paredes.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que sonó el móvil. Era un mensaje de Lucía: “¿Te apetece salir a despejarte? Estoy cerca”. Dudé. Lucía era mi mejor amiga desde el instituto, la hermana que nunca tuve. Pero algo en su tono me pareció forzado, casi culpable. Aun así, acepté. Necesitaba hablar con alguien.
Quedamos en la Plaza Mayor. El aire olía a castañas asadas y a lluvia reciente. Lucía llegó tarde, con el pelo revuelto y los labios pintados de rojo. Me abrazó fuerte, demasiado fuerte. —Lo siento tanto, Marta—susurró—. Sergio es un imbécil, no te merece.
Intenté sonreír, pero sentí un nudo en el estómago. Caminamos sin rumbo, hablando de todo y de nada. Pero ella evitaba mirarme a los ojos. Cuando le pregunté directamente si sabía algo más sobre Sergio, bajó la mirada y murmuró: —No sé nada, te lo juro.
Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama, repasando cada detalle de los últimos meses: las discusiones tontas, las ausencias de Sergio, los mensajes que contestaba tarde… Y Lucía siempre ahí, siempre disponible para consolarme. ¿O era solo mi paranoia?
Al día siguiente decidí salir a despejarme. Caminé hasta el Retiro y me senté junto al estanque. Fue entonces cuando los vi: Sergio y Lucía, juntos en una terraza cercana, riendo como si nada hubiera pasado. Él le acariciaba la mano; ella se inclinaba hacia él con esa sonrisa que yo conocía tan bien.
Sentí que me faltaba el aire. Me levanté y caminé hacia ellos sin pensar. Cuando me vieron, Lucía palideció y Sergio apartó la mano bruscamente.
—¿Desde cuándo?—pregunté con voz rota.
Lucía tartamudeó: —Marta… no es lo que parece…
—¿No? ¿Entonces qué es? ¿Un ensayo para una obra de teatro?—grité, sin importarme las miradas de los demás clientes.
Sergio se levantó y me miró con esa frialdad que ya empezaba a reconocerle.—Marta, lo nuestro estaba muerto hace tiempo. No puedes culparme por buscar algo que tú ya no me dabas.
Las palabras me golpearon como un puñetazo. Miré a Lucía esperando una explicación, una disculpa sincera, algo… Pero solo vi miedo y vergüenza.
Me fui corriendo, sin mirar atrás. Lloré por las calles de Madrid como una niña perdida. No podía volver a casa; no podía llamar a nadie. Mi madre siempre decía que los amigos verdaderos se cuentan con los dedos de una mano… y yo acababa de perder dos de un golpe.
Pasaron días en los que apenas comí ni dormí. Mi hermana Ana vino a verme desde Toledo cuando se enteró por mi padre de lo ocurrido.
—Marta, tienes que salir adelante. No puedes dejar que te destruyan—me dijo mientras me preparaba una tortilla francesa como cuando éramos pequeñas.
Pero ¿cómo se sigue adelante cuando te arrancan el corazón dos veces en una semana?
Empecé a escribir en un cuaderno todo lo que sentía: rabia, tristeza, preguntas sin respuesta. Me apunté a clases de yoga para intentar calmar mi mente y volví a quedar con viejos amigos del barrio. Poco a poco fui reconstruyendo mi vida sin ellos.
Un día recibí una carta de Lucía. Decía que lo sentía mucho, que nunca quiso hacerme daño pero que se había enamorado de Sergio sin poder evitarlo. Me pedía perdón y me decía que ojalá algún día pudiera entenderla.
No contesté. No podía. Quizá algún día lo haga.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día en la terraza del Retiro. Sigo teniendo miedo a confiar en la gente, pero también he aprendido a quererme más a mí misma. He conocido a personas nuevas y he recuperado viejas amistades que creía perdidas.
A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente para evitarlo todo… ¿O simplemente hay traiciones inevitables en la vida? ¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede perdonar una traición así o es mejor dejar atrás a quienes nos fallan?