El eco de una decisión: Entre la familia y mis sueños
—No te vayas, Lucía. Por favor, hija, no me dejes sola esta noche.
La voz de mi madre temblaba en el pasillo, mientras yo sostenía la guitarra y la mochila a punto de salir. Era la final del concurso de bandas en el Café Berlín, en pleno centro de Madrid, y llevaba meses soñando con ese escenario. Pero mi padre acababa de ser ingresado en el hospital por un infarto, y mi madre, rota de miedo, me miraba como si yo fuera su último ancla.
Sentí el peso de sus palabras como si me hubieran encadenado los pies al suelo. Mi hermano Álvaro, siempre tan ausente, no contestaba al teléfono. Mi abuela Carmen, con su Alzheimer, dormía en la habitación contigua. Y yo, con 22 años y una vida entera por delante, tenía que elegir entre quedarme o salir corriendo hacia mi sueño.
—Mamá… —intenté decir algo, pero la voz se me quebró—. Es solo una noche. Prometo volver pronto.
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas. —No entiendes lo que es perderlo todo, Lucía. Yo ya he perdido demasiado.
Me quedé quieta, sintiendo cómo la rabia y la culpa se mezclaban en mi pecho. ¿Por qué tenía que ser yo siempre la responsable? ¿Por qué mis sueños valían menos que los de los demás?
Recordé cuando era niña y mi padre me llevaba a los conciertos en la Plaza Mayor. Él me enseñó los primeros acordes, él me animó a escribir canciones. Pero ahora estaba en una cama fría del Gregorio Marañón, y yo debía decidir si era hija o artista.
—¿Y si no vuelvo a tener otra oportunidad? —susurré, más para mí que para ella.
Mi madre se apoyó en la pared y cerró los ojos. —Haz lo que quieras. Siempre haces lo que quieres.
Salí al rellano con el corazón hecho trizas. El ascensor tardó una eternidad en llegar. Cada segundo era una batalla interna: la culpa tirando de mí hacia arriba, el deseo empujándome hacia abajo. Cuando llegué a la calle, el aire frío me golpeó la cara y sentí ganas de llorar.
El metro iba casi vacío. Miré mi reflejo en la ventanilla: ojeras profundas, labios apretados, las manos temblando sobre la funda de la guitarra. Pensé en mis compañeros de banda: Sergio, con su batería destartalada; Marta, siempre tan segura de sí misma; y Diego, que me miraba como si yo fuera capaz de cualquier cosa.
Al llegar al Café Berlín, el bullicio me envolvió como un abrazo cálido. Las luces, el olor a cerveza y tabaco, las risas nerviosas… Todo era tan distinto a la tristeza de casa. Subimos al escenario y sentí cómo la música me devolvía el alma. Canté como nunca antes lo había hecho: cada verso era un grito de libertad y dolor.
Al terminar, el público aplaudió de pie. Ganamos el concurso. Nos ofrecieron grabar un EP y tocar en varios festivales ese verano. Mis compañeros me abrazaron entre lágrimas y risas. Yo sonreía, pero por dentro sentía un vacío enorme.
Esa noche volví a casa andando bajo la lluvia. Al abrir la puerta, vi a mi madre dormida en el sofá con el móvil en la mano. Me acerqué despacio y le tapé con una manta. En ese momento supe que nada volvería a ser igual.
Los días siguientes fueron un torbellino: entrevistas, ensayos, llamadas de discográficas… Pero también visitas al hospital, discusiones familiares y silencios incómodos en casa. Mi hermano Álvaro apareció al fin, pero solo para reprocharme que pensara más en mí que en los demás.
—Siempre has sido egoísta —me dijo una tarde mientras recogíamos las cosas de papá—. No todo gira en torno a tus canciones.
Le grité que no tenía derecho a juzgarme, que él nunca estaba cuando hacía falta. Mi madre lloraba en silencio mientras discutíamos. La abuela Carmen nos miraba sin entender nada.
Pasaron los meses y mi padre mejoró poco a poco. Pero nuestra familia ya no era la misma: las heridas seguían abiertas y las palabras no dichas pesaban más que nunca. Yo intentaba compaginar los conciertos con las visitas a casa, pero siempre sentía que fallaba en algún lado.
Una noche después de tocar en Valencia, recibí una llamada urgente: mi abuela había tenido una recaída y estaba ingresada. Volví corriendo a Madrid, dejando plantados a mis compañeros justo antes de una entrevista importante.
En el hospital, mi madre me abrazó como si quisiera retenerme para siempre. —Gracias por venir —susurró—. Sé que te pido demasiado…
Me senté junto a la cama de mi abuela y le canté bajito una canción que escribí para ella cuando era pequeña. Sus ojos se iluminaron por un instante y sentí que todo valía la pena.
Pero esa noche decidí dejar la banda. No podía seguir viviendo partida en dos: ni era feliz tocando mientras pensaba en casa, ni podía cuidar de los míos sin sentir que traicionaba mis sueños.
Mis amigos no lo entendieron. Marta me llamó cobarde; Sergio dejó de hablarme; Diego me escribió una carta preciosa diciéndome que algún día volvería a cantar con ellos.
Ahora trabajo dando clases de música en un colegio público del barrio. Sigo componiendo canciones por las noches, cuando todos duermen. A veces pienso en lo que habría pasado si hubiera elegido otro camino…
¿De verdad podemos tenerlo todo? ¿O siempre hay algo —o alguien— que debemos dejar atrás para avanzar?