El Espejo de Camila: Belleza, Mentiras y el Peso de los Años

—¿Otra vez te vas a poner esa crema, Camila? —me preguntó mi hija Valeria desde la puerta del baño, con esa mezcla de fastidio y tristeza que últimamente siempre traía en la voz.

No respondí. Me miré al espejo, repasando con los dedos las líneas invisibles que solo yo sentía. El aroma a colágeno y promesas vacías llenaba el aire. Afuera, la Ciudad de México rugía con su tráfico y su vida, pero en mi pequeño baño solo existíamos yo, mi reflejo y el miedo.

Tenía 52 años, pero nadie lo creía. «Pareces de 35», decían en la televisora donde trabajaba como conductora de noticias. «¿Cuál es tu secreto?», preguntaban las maquillistas mientras me retocaban antes de salir al aire. Yo sonreía y respondía con evasivas: «Dormir bien, tomar agua, ser feliz». Mentiras piadosas. Nadie quería oír sobre las inyecciones, las cirugías, las dietas imposibles ni las noches en vela llorando por una arruga nueva.

Mi esposo, Julián, solía decir que me amaba tal como era. Pero hace años que dejó de mirarme como antes. Ahora solo veía a la mujer perfecta que todos admiraban, no a la esposa cansada que temía perderlo si dejaba de ser «la Camila joven». Nuestra relación se volvió un guion repetido: él llegaba tarde del trabajo, yo fingía estar ocupada con mis rutinas de belleza. Nos hablábamos poco, y cuando lo hacíamos, era para discutir sobre Valeria o sobre el dinero que gastaba en tratamientos.

—Mamá, ¿por qué te importa tanto cómo te ves? —insistió Valeria una noche mientras cenábamos enfrente del televisor, donde yo misma aparecía dando las noticias.

—Es mi trabajo —respondí sin mirarla—. La gente espera verme bien.

—¿Y tú qué esperas de ti? —preguntó ella, clavando sus ojos oscuros en los míos.

No supe qué decirle. Me dolió su pregunta más que cualquier pinchazo de bótox.

La presión era constante. En la televisora, los rumores corrían como pólvora: «Van a traer una conductora más joven», «Dicen que Camila ya no tiene el mismo rating». Cada vez que veía a Mariana, la nueva reportera de 28 años con su piel perfecta y su energía inagotable, sentía una punzada de celos y terror. ¿Cuánto tiempo más podría sostener esta fachada?

Una tarde, después de grabar un segmento especial sobre «mujeres exitosas», me encerré en el camerino y lloré en silencio. Me sentía vacía. Todo lo que había sacrificado —las fiestas familiares, los domingos en pijama, las risas espontáneas— lo había cambiado por una imagen que ya no me pertenecía.

Mi madre solía decirme: «La belleza se acaba, mija. Lo importante es lo que llevas adentro». Pero en este mundo nadie quería ver lo de adentro. Ni siquiera yo.

El punto de quiebre llegó el día del cumpleaños de Valeria. Había planeado una fiesta sencilla en casa, pero justo ese día me llamaron para cubrir una transmisión especial en vivo. Dudé por un momento, pero el miedo a perder mi lugar pudo más.

—¿De verdad vas a faltar a mi cumpleaños por tu trabajo? —me gritó Valeria entre lágrimas—. ¡Siempre es lo mismo contigo!

Vi en sus ojos el mismo dolor que sentía yo cada vez que me miraba al espejo. Me fui a trabajar con el corazón hecho trizas.

Esa noche, mientras leía las noticias frente a millones de personas, sentí que mi voz temblaba. Por primera vez en años, me vi en el monitor y no reconocí a la mujer que me devolvía la mirada. Era hermosa, sí, pero estaba sola.

Al volver a casa encontré a Valeria dormida en el sillón, rodeada de globos desinflados y platos sin recoger. Julián ni siquiera estaba; había salido con amigos para evitar la tensión. Me senté junto a ella y lloré como una niña perdida.

Al día siguiente llamé a mi jefe y pedí unos días libres. Nadie lo entendió; todos pensaron que era por algún tratamiento estético nuevo. Pero yo necesitaba tiempo para encontrarme.

Durante esos días apagué el celular, guardé los cosméticos y salí a caminar por el barrio como hacía años no lo hacía. Descubrí arrugas nuevas en mi rostro y canas escondidas entre mi cabello teñido. Por primera vez no sentí vergüenza; sentí alivio.

Hablé con Valeria. Le pedí perdón por mis ausencias y le conté mis miedos: al rechazo, a la soledad, a dejar de ser «la joven Camila» y convertirme simplemente en su mamá.

—Yo solo quiero que seas feliz —me dijo abrazándome fuerte—. No me importa cómo te ves; me importa cómo te sientes.

Esa noche cenamos juntas sin televisión ni maquillaje ni filtros. Solo nosotras dos, riendo por tonterías y compartiendo historias del pasado.

Volví al trabajo con otra actitud. Dejé de esconder mis canas y acepté hacer un reportaje sobre mujeres reales y sus luchas cotidianas con el envejecimiento. Recibí críticas y burlas en redes sociales; algunos decían que me había «dejado ir». Pero también recibí mensajes de mujeres agradeciéndome por mostrarme tal cual soy.

Julián y yo fuimos a terapia de pareja; no fue fácil, pero empezamos a hablar de verdad después de años de silencio.

Hoy sigo trabajando en televisión, pero ya no vivo esclava del espejo ni del qué dirán. Aprendí que la belleza real está en aceptar cada etapa de la vida y en amar sin condiciones.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven presas del miedo a envejecer? ¿Cuándo aprenderemos a mirarnos con los ojos del amor propio y no con los del juicio ajeno?