Entre el Perdón y el Orgullo: La Historia de Sergio

—¿De verdad crees que puedes volver aquí como si nada? —la voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría como las baldosas bajo mis pies.

Me quedé parado, con la maleta en la mano y Lucía, mi actual esposa, a mi lado, apretando mi brazo con fuerza. Habíamos perdido el piso en Vallecas después de meses sin poder pagar el alquiler. Yo llevaba semanas buscando trabajo, pero la crisis no perdona y menos a los que tienen antecedentes de malas decisiones.

—Mamá, solo te pido unos días —intenté sonar firme, pero mi voz tembló—. Hasta que encuentre algo. Lucía está embarazada…

Ella me miró con esos ojos que tantas veces me consolaron de niño, pero ahora solo veía decepción. —¿Y por qué no le pides ayuda a Marta? —preguntó, casi escupiendo el nombre de mi exmujer.

Sentí cómo Lucía se tensaba aún más. Marta… Mi exesposa. La mujer a la que mi madre había acogido como a una hija cuando todo se vino abajo entre nosotros. Cuando la dejé, fue mi madre quien la ayudó a encontrar trabajo y quien cuidaba de nuestro hijo, Pablo, mientras yo intentaba rehacer mi vida con Lucía.

—Sabes que eso no es posible —dije bajando la mirada—. Marta no quiere saber nada de mí desde que…

—Desde que la engañaste —me interrumpió mi madre—. Desde que huiste con Lucía y dejaste a tu hijo sin padre.

El silencio se hizo espeso. Lucía soltó mi brazo y dio un paso atrás. Sentí que el peso del pasado me aplastaba.

—No es justo… —susurré—. Todos cometemos errores.

Mi madre cruzó los brazos. —A Marta le abrí las puertas porque ella nunca me mintió. Porque ella luchó por tu hijo cuando tú solo pensabas en ti mismo. ¿Ahora quieres que haga lo mismo con Lucía? ¿Que olvide todo lo que pasó?

Lucía rompió a llorar en silencio. Yo sentí rabia, impotencia… y vergüenza. Recordé las noches en las que Marta y yo discutíamos hasta el amanecer, los gritos, las promesas rotas. Recordé también cómo conocí a Lucía en el trabajo, cómo me aferré a ella como si fuera una tabla de salvación cuando todo lo demás se derrumbaba.

—Mamá, te lo suplico… —me arrodillé, sin importarme lo patético que pudiera parecer—. No tengo a dónde ir. Pablo… Pablo necesita un padre. Y este bebé también.

Ella me miró largo rato antes de hablar. —¿Y cuándo pensaste en Pablo? ¿Cuando te fuiste o ahora que necesitas algo?

No supe qué responder. La verdad era dolorosa: solo pensaba en mí mismo cuando tomé aquella decisión. Ahora pagaba el precio.

Lucía intentó intervenir: —Señora Carmen, yo sé que usted no me quiere aquí… pero Sergio está intentando cambiar. De verdad…

Mi madre la cortó con un gesto seco. —No es cuestión de querer o no querer. Es cuestión de principios. Aquí no entra nadie que no respete a esta familia.

Me levanté despacio, sintiendo cómo la humillación me quemaba por dentro. Salimos al portal sin decir palabra. Lucía lloraba desconsolada y yo solo podía pensar en Pablo, en cómo le explicaría que su abuela nos había cerrado la puerta.

Esa noche dormimos en el coche. Lucía temblaba de frío y miedo; yo no podía dejar de pensar en todo lo que había perdido por orgullo y cobardía. Al día siguiente intenté llamar a Marta para pedirle ver a Pablo, pero no contestó.

Pasaron los días y la situación se volvió insostenible. Conseguí un trabajo temporal descargando camiones en Mercamadrid, pero el dinero apenas alcanzaba para una pensión barata. Lucía empezó a tener problemas con el embarazo; los médicos decían que era por el estrés y la mala alimentación.

Un día recibí un mensaje inesperado: era Marta.

“Pablo pregunta por ti. Si quieres verle, ven mañana a las cinco.”

Fui puntual como nunca antes en mi vida. Cuando vi a mi hijo correr hacia mí en el parque, sentí una punzada en el pecho. Marta me miró con desconfianza, pero me dejó abrazarle.

—¿Dónde vives ahora? —preguntó Pablo con inocencia.

Mentí: —En una casa nueva con Lucía.

Marta apartó la mirada. —No le mientas más, Sergio. Si quieres recuperar algo de lo que perdiste, empieza por decir la verdad.

Me derrumbé allí mismo, delante de ellos. Les conté todo: la pérdida del piso, la negativa de mi madre, las noches en el coche… Pablo lloró abrazado a mí; Marta también lloró, aunque intentó disimularlo.

Esa noche Marta me ofreció dormir en su sofá, solo por Pablo y por el bebé que venía en camino. Acepté sin dudarlo; Lucía agradeció entre lágrimas.

Con el tiempo, las heridas empezaron a cicatrizar lentamente. Mi madre seguía sin hablarme, pero al menos podía ver a Pablo y cuidar de Lucía mientras buscábamos algo mejor.

A veces me pregunto si merezco una segunda oportunidad o si estoy condenado a vivir con las consecuencias de mis errores para siempre.

¿Hasta qué punto podemos pedir perdón? ¿Cuándo es demasiado tarde para volver a empezar?