Entre las paredes de una vida compartida: el día que mi mundo cambió
—¿Pero cómo que Lucía va a venir a vivir aquí? —Mi voz tembló, rebotando contra las paredes desnudas de nuestro minúsculo salón.
Miguel me miró con esa mezcla de culpa y resignación que últimamente era su único gesto. —No tiene dónde quedarse, Carmen. Su madre está en Valencia y la residencia universitaria es carísima. Solo será hasta que encuentre algo.
Sentí cómo el aire se volvía denso, como si la habitación se encogiera aún más. Nuestro piso, una simple y vieja vivienda en Lavapiés, apenas tenía espacio para los dos. ¿Cómo íbamos a meter una vida más aquí? ¿Dónde quedaba mi espacio, mi refugio?
Recuerdo el día que conocí a Miguel. Era otoño y Madrid olía a castañas asadas. Él venía de un divorcio complicado, pero su mirada honesta y sus palabras tranquilas me hicieron confiar. Me enamoré de su madurez, de su manera de cuidar los detalles, de su promesa de empezar de nuevo. Nunca me importó que tuviera una hija; al contrario, pensé que eso hablaba bien de él. Pero nunca imaginé que Lucía, con sus diecinueve años y su carácter indomable, acabaría invadiendo cada rincón de mi vida.
La primera noche fue un desastre. Lucía llegó con dos maletas y una guitarra. Apenas me saludó; se encerró en el sofá-cama del salón y puso música a todo volumen. Miguel intentó mediar:
—Lucía, baja un poco la música, por favor. Carmen tiene que madrugar.
Ella ni siquiera contestó. Yo me encerré en el dormitorio y lloré en silencio, preguntándome en qué momento mi casa dejó de ser mía.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños conflictos: la ropa tirada por el suelo, los platos sin fregar, la puerta del baño siempre cerrada cuando más la necesitaba. Miguel intentaba justificarla:
—Es la edad… Está pasando por mucho…
Pero yo también estaba pasando por mucho. Trabajaba como administrativa en una gestoría del centro, soportando jefes gritones y clientes impacientes. Mi único consuelo era volver a casa y encontrar paz. Ahora, ni eso tenía.
Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché a Lucía hablando por teléfono:
—No soporto estar aquí. Mi padre es un calzonazos y su mujer una amargada…
Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso era yo para ella? ¿Una intrusa en su vida? ¿O era ella la intrusa en la mía?
Miguel empezó a llegar más tarde del trabajo. Decía que tenía reuniones, pero yo sabía que solo quería evitar el ambiente tenso de casa. Las cenas se convirtieron en silencios incómodos o discusiones veladas:
—¿Por qué no intentas hablar con ella? —me decía él.
—¿Hablar? Cada vez que lo intento me ignora o me contesta mal.
—Es cuestión de tiempo…
Pero el tiempo solo empeoró las cosas. Una noche, después de una discusión absurda por el baño, exploté:
—¡No puedo más! ¡Esta no es la vida que quería!
Miguel me miró como si acabara de traicionarlo.
—¿Qué quieres que haga? ¡Es mi hija!
—¿Y yo qué soy? ¿Un mueble más?
Me marché dando un portazo y caminé sin rumbo por las calles húmedas de Madrid. Pensé en llamar a mi madre, pero no quería preocuparla. Me senté en un banco y lloré hasta quedarme vacía.
Al volver a casa, encontré a Lucía llorando en el salón. Por primera vez la vi vulnerable, pequeña.
—No quería joderos la vida —me dijo sin mirarme—. Solo… no sé dónde encajo.
Me senté a su lado y durante unos minutos compartimos el silencio. No éramos enemigas; solo dos mujeres perdidas intentando sobrevivir bajo el mismo techo.
Pero nada cambió realmente. Los días siguieron siendo una batalla sorda. Miguel se fue distanciando cada vez más; Lucía buscaba excusas para no estar en casa; yo empecé a mirar pisos de alquiler en Idealista.
Una mañana, mientras desayunábamos los tres en silencio, Miguel dejó caer la noticia:
—He pensado que lo mejor sería que Lucía y yo busquemos otro sitio… No quiero que esto te destruya.
Me quedé helada. ¿Eso era el final? ¿Tanto costaba construir una familia?
Ahora escribo estas líneas mientras hago las maletas. No sé si fue culpa mía o simplemente la vida nos puso a prueba y fallamos todos. Pero me queda la duda: ¿es posible amar a alguien y no soportar su mundo? ¿Hasta dónde llega el sacrificio antes de perderse uno mismo?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde seríais capaces de ceder por amor sin dejar de ser vosotros mismos?