Mi hijo me pide que limpie su casa… ¡por dinero!

—Mamá, ¿puedes venir mañana a limpiar el piso? Te pagamos, claro —me soltó Sergio, mi único hijo, sin mirarme a los ojos mientras removía el café en la mesa de la cocina.

Sentí cómo se me helaba la sangre. ¿Pagarme? ¿A mí? ¿Por limpiar la casa de mi propio hijo? Me quedé callada unos segundos, intentando procesar lo que acababa de escuchar. Lucía, su mujer, estaba sentada al lado, mirando el móvil como si la conversación no fuera con ella. El silencio se hizo tan espeso que casi podía cortarse con un cuchillo.

—¿Y por qué no limpias tú, Lucía? —pregunté, incapaz de contenerme.

Ella levantó la vista, con esa expresión suya de superioridad que nunca he soportado.

—Trabajo muchas horas, Carmen. Y Sergio también. No tenemos tiempo. Además, así te ganas un dinerillo extra —dijo, como si me estuviera haciendo un favor.

No supe qué responder. Me sentí humillada. Yo, que había criado a Sergio sola desde que su padre nos dejó cuando él tenía ocho años. Yo, que había trabajado limpiando casas ajenas para sacarlo adelante y pagarle los estudios. ¿Ahora mi propio hijo quería contratarme como si fuera una extraña?

Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama recordando cuando Sergio era pequeño y me decía: “Mamá, cuando sea mayor te cuidaré yo”. ¿Era esto cuidarme? ¿Convertirme en su empleada doméstica?

Al día siguiente fui a su piso en Lavapiés. No por el dinero ni por ellos, sino porque necesitaba entender qué estaba pasando. La casa estaba hecha un desastre: platos sin fregar, ropa tirada por todas partes, el baño daba pena. Lucía ni siquiera se dignó a saludarme; salió corriendo diciendo que llegaba tarde al trabajo. Sergio me abrazó rápido y me dejó allí sola.

Mientras fregaba los platos, las lágrimas caían sin que pudiera evitarlo. Recordé las veces que Sergio venía llorando del colegio porque los niños se reían de sus zapatillas viejas. Recordé cómo le cosía los pantalones para que le duraran un invierno más. Y ahora… ahora era invisible en su vida.

Cuando terminé, Sergio me dejó un sobre con 50 euros encima de la mesa. Me negué a cogerlo.

—No soy vuestra criada —le dije con voz temblorosa.

—Mamá, no te lo tomes así. Es solo para ayudarte… —intentó justificarse.

—¿Ayudarme? Lo que necesito es que me respetes —le respondí antes de salir dando un portazo.

Durante días no supe nada de ellos. Mi hermana Pilar me llamó preocupada:

—¿Qué ha pasado con Sergio? Dice Lucía que estás enfadada porque no quieres trabajar…

—¿Trabajar? ¡Es mi hijo! —le grité entre sollozos.

La familia empezó a dividirse. Mi madre decía que tenía que aceptar el dinero, que al menos así veía a Sergio. Mi hermano Tomás opinaba que era una falta de respeto intolerable. Yo solo sentía un vacío enorme.

Una tarde recibí un mensaje de Sergio: “Mamá, ¿puedes venir a hablar? Estoy hecho un lío”.

Fui a su casa con el corazón encogido. Me abrió la puerta con cara de cansancio y ojeras profundas.

—Mamá, perdona si te he hecho daño. No sé cómo manejar esto con Lucía… Ella dice que es normal pagar a la familia por ayudar, que así nadie se siente explotado… Pero yo siento que te estoy fallando —me confesó con lágrimas en los ojos.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Sergio, yo limpiaría tu casa mil veces si lo necesitas. Pero no quiero sentirme una extraña en tu vida. No quiero ser una empleada más. Quiero ser tu madre —le dije mientras llorábamos los dos.

Lucía entró en ese momento y nos miró con frialdad.

—No entiendo tanto drama. Mi madre cobra por cuidar a mis sobrinos y nadie se ofende —dijo encogiéndose de hombros.

—No somos iguales, Lucía. Cada familia es un mundo —le respondí sin poder evitar el temblor en mi voz.

Aquella conversación no resolvió nada. Sergio quedó atrapado entre dos mundos: el mío, lleno de recuerdos y sacrificios; y el de Lucía, práctico y frío como una transferencia bancaria.

Desde entonces apenas nos vemos. A veces me llama para preguntarme cómo estoy, pero ya no hay confianza. La familia sigue rota y yo sigo preguntándome si hice bien en negarme o si debía haber aceptado ese sobre para no perderlo del todo.

¿Hasta dónde debe llegar una madre por amor a su hijo? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?