No soy solo abuela: entre sacrificios y silencios
—Carmen, ¿puedes venir a recoger a los niños hoy también?— La voz de mi hijo resonó por el altavoz del móvil, mezclada con el bullicio de la oficina al otro lado. Ni siquiera esperó mi respuesta. —Es que Laura tiene una reunión y yo estoy hasta arriba. Te lo agradezco, mamá.—
Colgué el teléfono y miré el reloj. Las agujas marcaban las cuatro y media. Dejé el café a medias sobre la mesa de la cocina, junto a mi libro abierto, y cogí el abrigo. Otra tarde más en la puerta del colegio, entre madres jóvenes que apenas me saludan y abuelas que, como yo, han cambiado la libertad por la responsabilidad.
Hace dos años, cuando mi hijo Pablo y su mujer Laura me pidieron ayuda, pensé que sería algo temporal. «Solo hasta que Laura termine el máster», me dijeron. Pero el máster terminó, y después vino el ascenso, y luego la hipoteca del piso nuevo. Y yo seguí ahí, recogiendo a Lucía y Mateo cada tarde, llevándolos al parque, preparando la merienda, ayudando con los deberes.
Al principio me sentía útil, incluso orgullosa. Pero poco a poco empecé a notar cómo mi vida se iba encogiendo. Mis amigas dejaron de llamarme para ir al cine o tomar café porque siempre estaba ocupada. Mi hermana Rosa me preguntaba: —¿Y cuándo vas a pensar en ti?— Yo me encogía de hombros y respondía: —Ya habrá tiempo.—
Pero el tiempo nunca llegaba.
Hoy, mientras espero en la puerta del colegio, veo salir a Lucía corriendo hacia mí. —¡Abuela!— grita, abrazándome fuerte. Mateo viene detrás, más despacio, arrastrando la mochila.
—¿Qué tal el cole?— pregunto, forzando una sonrisa.
—Bien…— responde Lucía. —¿Podemos ir al parque?—
Asiento y les doy la mano. Mientras caminamos, escucho sus risas y peleas infantiles. Por un momento siento ternura, pero también una punzada de tristeza. ¿Dónde quedó la Carmen que viajaba con amigas a la playa de Benidorm? ¿La que iba a clases de pintura los jueves por la tarde?
En casa preparo bocadillos mientras los niños ven dibujos animados. El teléfono vibra: es un mensaje de Laura. «Gracias por todo, Carmen. Llegaremos tarde otra vez. No nos esperes para cenar.» Sus palabras son siempre amables, pero cada vez más distantes, como si mi ayuda fuera un derecho adquirido.
A las nueve y media llegan por fin. Pablo entra hablando por el móvil; Laura ni siquiera me mira al pasar camino del baño. Me despido en voz baja y salgo al portal. La noche es fría y húmeda en Madrid.
Al llegar a casa me siento frente al televisor apagado. El silencio pesa más que nunca. Recuerdo cuando Antonio, mi marido, estaba vivo; aunque discutíamos por tonterías, al menos tenía con quién compartir mis días. Ahora solo tengo fotos enmarcadas y una agenda llena de tareas para otros.
Una tarde decido hablar con Pablo.
—Hijo, necesito contarte algo.—
Él levanta la vista del portátil.
—¿Qué pasa mamá? ¿Estás bien?—
—Sí… bueno, no del todo. Me siento cansada. Echo de menos hacer cosas para mí.—
Pablo suspira.
—Mamá, ya sabes cómo está todo… Si no nos ayudas tú, tendríamos que pagar una niñera y no llegamos a fin de mes.—
Laura interviene desde la cocina:
—Carmen, eres parte fundamental de esta familia. Los niños te adoran.—
Me trago las lágrimas y asiento. Pero esa noche no duermo.
Empiezo a notar pequeños olvidos: pierdo las llaves, olvido citas médicas. Un día me encuentro llorando en el baño del colegio sin saber muy bien por qué.
Mi amiga Pilar me llama:
—Carmen, hace siglos que no te veo. ¿Te apetece venirte este sábado al teatro?—
Dudo un segundo antes de responder:
—No puedo… tengo que cuidar de los niños.—
Ella guarda silencio unos segundos.
—¿Y quién cuida de ti?—
Esa pregunta me persigue durante días.
Un viernes decido no ir al colegio. Llamo a Pablo:
—Hoy no puedo ir por los niños.—
Su voz suena tensa:
—¿Estás enferma? ¿Te pasa algo?—
—No… solo necesito descansar.—
Esa tarde salgo a pasear por el Retiro sola. Me siento en un banco y observo a la gente pasar: parejas jóvenes cogidas de la mano, ancianos jugando al ajedrez, madres con carritos de bebé… Me doy cuenta de que he dejado de vivir mi propia vida para vivir la de los demás.
Cuando vuelvo a casa encuentro varios mensajes perdidos de Pablo y Laura. No los respondo hasta el día siguiente.
Esa noche escribo en mi diario: «No soy solo abuela. Soy mujer, soy Carmen. Y merezco tiempo para mí».
¿Hasta cuándo vamos a aceptar las mujeres que nuestro papel es siempre cuidar de todos menos de nosotras mismas? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta sin sentirnos culpables?