Un incendio, dos cumpleaños y un secreto familiar
—¿Por qué tienes que recordarlo cada año, Marta? —me preguntó mi madre, con ese tono cansado que solo usan las madres cuando ya han perdido la batalla.
No respondí. Miré la tarta de cumpleaños con dos velas: una por mis veintiocho años, otra por el aniversario del incendio. El humo de las velas me llevó de vuelta a aquel día en el piso de Lavapiés, cuando el fuego devoraba todo y Lucía me sacó arrastrando por el pasillo, tosiendo, llorando, jurando que no me soltaría nunca.
Desde entonces, celebro dos veces mi cumpleaños. Algunos lo ven como una excentricidad. Para mí es un recordatorio de que la vida puede arder en cualquier momento y que sólo el amor te salva de las llamas.
Lucía siempre ha sido mi heroína. Ella es la mayor, la responsable, la que dejó la universidad para cuidar de mí cuando papá se fue. Ahora está casada con Álvaro, un empresario de éxito en Madrid. Tienen una casa en Pozuelo y una hija preciosa, Irene. Yo, en cambio, sigo en un piso compartido en Vallecas, sobreviviendo con trabajos temporales y sueños a medio escribir.
La semana pasada, recibí un mensaje inesperado:
«Marta, ¿puedes venir a mi despacho mañana? Es importante. No le digas nada a Lucía.»
Era de Álvaro. Sentí un escalofrío. ¿Por qué ese secretismo? ¿Por qué yo?
Al día siguiente, me presenté en su despacho en la Castellana. Todo olía a éxito: mármol frío, cuadros abstractos, secretarias perfectas. Álvaro me recibió con una sonrisa tensa.
—Gracias por venir, Marta. Siéntate, por favor.
Me senté frente a él, notando cómo sus manos jugaban nerviosas con un bolígrafo.
—¿Está todo bien con Lucía? —pregunté.
—Sí… bueno, no exactamente —dudó—. Verás, necesito tu ayuda. Y necesito que esto quede entre nosotros.
Me explicó que su empresa estaba siendo investigada por fraude fiscal. Nada estaba probado aún, pero había rumores y filtraciones. Si salía a la luz, perdería todo: su reputación, su dinero… incluso a Lucía.
—¿Y qué tengo yo que ver con esto? —pregunté, sintiendo cómo se me helaba la sangre.
—Necesito que convenzas a Lucía de que confíe en mí pase lo que pase. Que no dude de mí si las cosas se ponen feas. Ella te escucha más a ti que a nadie.
Me quedé muda. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Manipular a mi hermana para protegerle?
Salí del despacho con el corazón en un puño. Esa noche apenas dormí. Recordé cómo Lucía me salvó del fuego sin pensarlo dos veces. ¿Cómo podía ahora traicionarla ocultándole algo tan grave?
Al día siguiente, Lucía me llamó:
—¿Estás bien? Te noto rara.
—Sí… sólo cansada —mentí.
Pero no podía seguir así. Decidí ir a verla a su casa. Cuando llegué, Irene jugaba en el jardín y Lucía preparaba café en la cocina.
—¿Qué te pasa? —insistió—. Te conozco demasiado bien.
Me derrumbé y le conté todo: la reunión con Álvaro, sus palabras, mis dudas.
Lucía se quedó pálida.
—¿Por qué no me lo ha contado él? —susurró—. ¿Por qué siempre tengo que enterarme de todo por otros?
Vi cómo se le rompía algo por dentro. Me abrazó fuerte y lloramos juntas, como cuando éramos niñas y mamá nos gritaba porque no había dinero para cenar.
Esa noche recibí otro mensaje de Álvaro:
«¿Qué has hecho? Lucía está destrozada.»
No respondí. Sabía que había hecho lo correcto, pero el peso de la culpa era insoportable.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía dejó de hablarle a Álvaro y se refugió en casa de mamá. Irene preguntaba por su padre cada noche. Yo intentaba consolar a todos sin conseguirlo.
Una tarde, mamá me llamó aparte:
—¿Por qué te metes donde no te llaman? Siempre has sido así, Marta. Siempre rompiendo cosas sin querer.
Me dolió más de lo que esperaba. ¿Era verdad? ¿Siempre arruinaba todo?
Pasaron semanas hasta que Lucía decidió volver a casa con Álvaro. No sé qué hablaron ni si se perdonaron del todo. Pero algo cambió entre ellos: ya no eran la pareja perfecta de antes.
En mi siguiente cumpleaños doble, sólo Lucía vino a celebrarlo conmigo. Soplé las dos velas mientras ella me miraba en silencio.
—Gracias por salvarme —le dije.
Ella sonrió triste:
—Esta vez me salvaste tú a mí.
A veces pienso si hice bien o mal. ¿Es mejor una verdad dolorosa o una mentira piadosa para mantener la paz? ¿Hasta dónde llega nuestra lealtad familiar cuando el fuego amenaza con consumirlo todo?
¿Vosotros qué haríais? ¿Callaríais para proteger a alguien o diríais la verdad aunque duela?