Entre Gritos y Silencios: Aprendiendo a Escuchar en Familia

—¡Mamá, mamá, mira lo que hice! —gritó Camila, agitando una hoja llena de garabatos de colores justo cuando yo intentaba explicarle al contador por teléfono por qué el recibo de la luz había llegado tan alto este mes.

Sentí cómo la presión me subía a la cabeza. El contador, don Ernesto, esperaba mi respuesta. Camila saltaba a mi lado, su voz subía de volumen con cada segundo que yo no le prestaba atención. Cerré los ojos un instante, deseando estar en cualquier otro lugar. Pero ahí estaba, en el corazón de mi pequeño apartamento en Ciudad de México, con el eco de la televisión de fondo y el olor a sopa de fideos flotando desde la cocina.

—¡Camila! —le susurré apretando los dientes—. Estoy hablando por teléfono. Espera un momento, por favor.

Ella frunció el ceño y bajó la mirada. Su manita apretó el papel con fuerza. El contador seguía hablando, pero yo ya no escuchaba. Solo veía a mi hija, tan ansiosa por mostrarme su dibujo, tan ajena al estrés adulto que me envolvía como una nube espesa.

Colgué el teléfono y suspiré. Camila seguía ahí, ahora con los ojos húmedos.

—¿Por qué nunca me escuchas? —me lanzó, su voz temblorosa.

Me quedé helada. ¿Nunca? ¿Así me veía ella? Recordé a mi propia madre, siempre ocupada, siempre con algo más importante que atender. Recordé cómo me sentía invisible entre sus tareas y preocupaciones. ¿Estaba repitiendo la historia?

Me arrodillé frente a Camila y le tomé las manos.

—Perdóname, mi amor. A veces mamá tiene que atender cosas importantes, pero tu dibujo también es importante para mí. Solo necesito que aprendas a esperar un poquito cuando estoy ocupada. ¿Te parece si inventamos una señal para avisarme cuando quieras decirme algo urgente?

Ella asintió tímidamente. Le propuse que tocara mi brazo suavemente y esperara a que yo le hiciera una seña para hablar. Pareció entenderlo, pero su carita seguía triste.

Esa noche, mientras lavaba los trastes, escuché a Camila hablar sola en su cuarto:

—A nadie le importa lo que hago…

Sentí un nudo en la garganta. ¿Tan mal lo estaba haciendo? Me senté en la cama y pensé en cómo había cambiado mi vida desde que me convertí en madre soltera. El trabajo, las cuentas, la soledad… todo recaía sobre mis hombros. A veces sentía que no tenía espacio ni para respirar. Pero ¿era justo que Camila pagara por mis frustraciones?

Al día siguiente, intenté poner en práctica la nueva señal. Pero la vida no coopera con los planes perfectos. Mi hermana Lucía llegó sin avisar, trayendo consigo a sus dos hijos revoltosos y una bolsa de pan dulce.

—¡Ay, hermana! ¿Tienes café? —gritó desde la puerta.

Mientras servía las tazas y recogía juguetes del suelo, Camila se acercó sigilosamente y tocó mi brazo. Yo estaba tan distraída que ni siquiera noté la señal. Cuando finalmente me di cuenta, ella ya estaba llorando en silencio en el sillón.

Lucía me miró con desaprobación.

—¿Otra vez? Tienes que ponerle límites, pero también escucharla. Si no, va a crecer resentida contigo —me dijo bajito mientras revolvía el café.

Sentí ganas de gritarle que no era tan fácil como parecía. Que nadie me enseñó a ser madre; que cada día era una batalla entre el deber y el amor; entre el cansancio y la ternura.

Esa noche, después de que todos se fueron y Camila dormía abrazada a su oso de peluche, busqué en internet consejos sobre cómo enseñar límites sin herir. Encontré artículos contradictorios: unos decían que debía ser firme; otros, que debía ser comprensiva; algunos sugerían ignorar las interrupciones; otros recomendaban abrazarlas.

Me sentí más perdida que nunca.

Al tercer día, decidí probar algo distinto. En vez de esperar a que Camila interrumpiera, le dediqué media hora solo para ella después de la escuela. Sin teléfono, sin televisión, sin distracciones. Solo nosotras dos.

—¿Qué quieres contarme hoy? —le pregunté mientras nos sentábamos en el suelo con sus crayones.

Sus ojos brillaron como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Me mostró sus dibujos uno por uno: un sol enorme, una casa con ventanas azules, una familia tomada de la mano.

—¿Quiénes son ellos? —le pregunté señalando los muñequitos.

—Tú y yo… Y abuela cuando venga del cielo —susurró.

Me mordí los labios para no llorar. Recordé a mi madre otra vez; cómo nunca tuve ese tiempo exclusivo con ella. Quizá por eso ahora me costaba tanto dárselo a Camila.

Los días siguientes fueron mejores… pero no perfectos. Hubo nuevas interrupciones: llamadas del trabajo, visitas inesperadas, peleas entre primos. Cada vez que perdía la paciencia y alzaba la voz, sentía que retrocedíamos dos pasos.

Una tarde lluviosa, Camila irrumpió en la sala mientras yo discutía con el casero sobre una gotera en el techo.

—¡Mamá! ¡El techo se está cayendo! —gritó asustada.

Esta vez no la regañé. Colgué el teléfono y corrí a abrazarla. Nos sentamos juntas bajo una gotera improvisada y reímos entre lágrimas mientras poníamos ollas para atrapar el agua.

Esa noche entendí algo: enseñar límites no es solo decir «espera» o «no interrumpas»; es mostrarle a mi hija que sus emociones importan tanto como las mías. Que hay momentos para hablar y momentos para escuchar; momentos para corregir y momentos para abrazar.

Ahora trato de no ser tan dura conmigo misma ni con Camila. Aprendemos juntas cada día: ella a esperar su turno; yo a no dejarla esperando demasiado tiempo.

A veces me pregunto: ¿cuántas heridas de nuestra infancia cargamos sin darnos cuenta? ¿Cuántas veces confundimos disciplina con distancia? ¿Y si escuchar más pudiera sanar no solo a nuestros hijos sino también a nosotros mismos?