¿Eso es todo lo que desayunan?

—¿Eso es todo lo que van a desayunar? —La voz de Patricia retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Mi esposa, Camila, bajó la mirada y fingió buscar algo en su bolso. Ethan y Valentina, nuestros hijos, se quedaron quietos, con las mochilas colgando de los hombros y una barra de cereal a medio abrir en la mano.

Yo ya sabía lo que venía. Cada vez que venimos a casa de Patricia en Guadalajara, la misma escena se repite: ella se levanta antes del amanecer para preparar huevos con chorizo, frijoles refritos, tortillas recién hechas y un jarro de café de olla. Pero nosotros, acostumbrados a desayunos ligeros —un yogurt, una fruta, un café rápido—, nunca logramos cumplir con sus expectativas.

—Mamá, ya te hemos dicho que no tenemos hambre tan temprano —intentó Camila, con voz suave.

Patricia soltó un suspiro dramático y se secó las manos en el delantal. —No entiendo cómo pueden salir así. ¿Qué clase de madre deja que sus hijos se vayan a la escuela sin comer bien? En mis tiempos, uno no salía de casa sin un buen plato en el estómago.

Sentí la mirada de Camila clavada en mí, pidiéndome apoyo. Pero yo también estaba atrapado entre dos mundos: el de mi infancia en Monterrey, donde mi mamá nos daba lo que había —a veces solo pan dulce y café— y el de Patricia, donde la comida era sinónimo de amor y cuidado.

—Patricia, gracias por el desayuno —dije al fin—. Pero los niños ya están acostumbrados a comer algo ligero. No queremos forzarlos.

Ella me miró como si hubiera dicho una blasfemia. —¿Y si se desmayan? ¿Y si les baja el azúcar? ¿No piensan en ellos?

Valentina apretó mi mano bajo la mesa. Tenía ocho años y ya entendía demasiado bien el arte de navegar tensiones familiares. Ethan, con sus doce años, solo quería salir corriendo al parque con su patineta.

—Abuela, no tengo hambre —dijo Ethan, casi en un susurro.

Patricia se giró hacia él. —¿Y tú crees que yo tenía hambre cuando era niña? Pero igual comía porque así debía ser. ¡Por eso estoy fuerte!

La conversación quedó flotando en el aire como una nube pesada. Camila se levantó para preparar los termos con café y Patricia empezó a guardar los platos con un golpe seco sobre la mesa.

Me quedé sentado, sintiendo el peso invisible de las expectativas ajenas. Recordé las veces que mi propio padre me había dicho: “En esta casa se hace lo que yo digo”. Y ahora veía a Patricia repetir ese ciclo, sin darse cuenta del daño sutil que puede causar esa rigidez.

Después del desayuno forzado —porque al final todos terminamos comiendo algo para evitar el drama— salimos al patio. Los niños jugaban entre los árboles de guayaba mientras Camila y yo nos sentamos en la banca oxidada.

—No sé qué hacer —me dijo ella, con los ojos llenos de frustración—. Siento que nunca es suficiente para mi mamá. Si no comemos como ella quiere, es como si no la quisiéramos.

La abracé. Yo también sentía esa presión: la obligación de honrar las tradiciones familiares aunque ya no encajaran en nuestra vida. ¿Era egoísta querer hacer las cosas a nuestra manera?

Esa noche, después de cenar tamales y escuchar otra ronda de historias sobre cómo Patricia crió sola a sus cinco hijos tras la muerte de su esposo en un accidente de camión, me quedé pensando en lo difícil que es romper con las costumbres sin herir a quienes amamos.

Al día siguiente, la escena se repitió. Patricia ya tenía listo el desayuno antes de que saliera el sol: chilaquiles verdes, queso fresco y jugo recién exprimido. Esta vez, Ethan intentó comer más para complacerla, pero terminó con dolor de estómago camino a la escuela.

—¿Ves? —me dijo Camila en voz baja—. Esto no puede seguir así.

Esa tarde hablamos con Patricia. Fue una conversación difícil; ella lloró y nos acusó de querer borrar todo lo que ella representa. Nos dijo que si dejamos de lado sus tradiciones, es como si renegáramos de nuestra raíz mexicana.

—No es eso, mamá —le dijo Camila entre lágrimas—. Solo queremos encontrar nuestro propio camino. Queremos que los niños recuerden estos momentos con cariño, no con angustia.

Patricia se quedó callada mucho tiempo. Al final asintió, pero su mirada seguía triste.

Esa noche me costó dormir. Pensé en todas las familias que conozco: los amigos en Ciudad de México que luchan por mantener vivas las costumbres mientras trabajan jornadas dobles; los primos en Puebla que ya solo se ven por videollamada; los abuelos en Veracruz que sienten que el mundo moderno les roba a sus nietos poco a poco.

¿Hasta dónde debemos ceder ante las tradiciones familiares cuando chocan con nuestra manera de vivir? ¿Es posible honrar el pasado sin sacrificar nuestro presente?

A veces me pregunto si algún día encontraremos ese equilibrio o si estamos condenados a repetir los mismos conflictos generación tras generación.