¿Fui demasiado dura con el regalo de cumpleaños de Marcos?

—¿Esto es todo? —pregunté, sin poder evitar que mi voz temblara, mientras sostenía la pequeña caja de madera entre mis manos. El salón estaba iluminado por las luces cálidas del atardecer madrileño, y el silencio que siguió a mi pregunta fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.

Marcos, con sus manos aún manchadas de barniz y una sonrisa nerviosa, me miró esperando mi reacción. Su hijo, Diego, jugaba en el pasillo ajeno a la tensión que se respiraba en el ambiente. Yo sentía el corazón acelerado, una mezcla de decepción y culpa creciendo dentro de mí.

—Lo hice yo misma —dijo él, con esa voz suave que siempre utiliza cuando quiere acercarse a mí—. Sé que no es gran cosa, pero pensé que te gustaría tener algo único…

Abrí la caja y encontré un joyero de madera, tallado con flores y mi nombre grabado en la tapa. Era bonito, sí, pero no era lo que esperaba. Habíamos hablado tantas veces de aquel bolso de piel que vi en el escaparate de la Gran Vía, y en mi mente había imaginado ese momento de abrir el paquete y encontrarlo. No podía evitar sentirme defraudada.

—Marcos… —empecé, buscando las palabras adecuadas—. Agradezco el esfuerzo, pero… ¿no crees que para mi cumpleaños podrías haber pensado en algo más… especial? Algo que realmente quisiera.

Vi cómo su expresión cambiaba. Sus ojos se apagaron un poco y bajó la mirada hacia sus manos. El silencio volvió a instalarse entre nosotros, solo roto por el sonido lejano de Diego riendo en el pasillo.

—Pensé que te gustaría —susurró—. No tengo mucho dinero ahora mismo. Entre el alquiler y los gastos del cole de Diego… Pero quería darte algo hecho por mí. Algo sincero.

Sentí una punzada de culpa atravesarme el pecho. Sabía lo difícil que era para él llegar a fin de mes desde que su exmujer se marchó a Barcelona y le dejó solo con Diego. Sabía también lo mucho que significaba para él su taller de carpintería, ese pequeño refugio en el trastero donde pasaba horas creando cosas con sus propias manos.

Pero no pude evitarlo. Mi decepción era real. Y cuando esa noche subí la foto del joyero a Instagram, acompañada de un comentario irónico —»Cuando esperas un bolso y recibes madera»— no imaginé la tormenta que se desataría.

Los comentarios no tardaron en llegar:

—¡Qué desagradecida eres! —escribió Lucía, una antigua compañera del instituto.

—Ojalá alguien me hiciera algo así —añadió Carmen.

Otros, sin embargo, me defendieron:

—No está mal querer algo que te ilusione —dijo Raquel—. No todo es sacrificio.

La discusión se extendió como la pólvora. Pronto, amigos y desconocidos debatían sobre si yo tenía derecho a sentirme decepcionada o si debía valorar más el esfuerzo de Marcos. Él leyó los comentarios en silencio, sentado a mi lado en el sofá, mientras yo intentaba justificarme:

—No quería hacerte daño… Solo esperaba otra cosa. ¿Es tan grave?

Él no respondió. Se levantó despacio y fue a buscar a Diego para acostarlo. Me quedé sola en el salón, mirando el joyero sobre la mesa. Recordé las noches en las que Marcos llegaba cansado del trabajo pero aún así encontraba tiempo para preparar la cena o ayudarme con mis problemas del máster. Recordé cómo me abrazaba cuando tenía un mal día o cómo me hacía reír con sus historias absurdas sobre clientes imposibles.

Al día siguiente, la tensión seguía flotando en el aire. Marcos apenas me dirigía la palabra y Diego me miraba con esos ojos grandes y curiosos, como si intuyera que algo no iba bien entre los adultos.

Intenté hablar con él:

—Marcos, lo siento… De verdad. No quería menospreciar tu regalo.

Él suspiró y se sentó frente a mí.

—No es solo por el regalo, Laura. Es por cómo lo hiciste público. Me sentí ridículo delante de todos tus amigos… Y delante de Diego también. Él me ayudó a lijar la madera. Estaba ilusionado porque pensaba que te haría feliz.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. No había pensado en Diego. No había pensado en lo vulnerable que era Marcos, ni en lo mucho que le costaba abrirse conmigo después de todo lo que había pasado con su exmujer.

Esa noche no dormí. Me pasé horas leyendo los comentarios en redes sociales, intentando entender por qué había reaccionado así. ¿Era tan grave querer un regalo material? ¿O era peor herir a alguien que te quiere solo por no cumplir tus expectativas?

Los días siguientes fueron fríos y distantes. Marcos se volcó aún más en su trabajo y en Diego. Yo intenté compensarle con pequeños gestos: preparándole su café favorito por las mañanas, dejándole notas cariñosas en la nevera… Pero nada parecía suficiente.

Una tarde, al volver del trabajo, encontré a Diego sentado en el suelo del salón jugando con unas virutas de madera.

—¿Te gusta el joyero? —me preguntó con esa inocencia desarmante.

Me arrodillé junto a él y le abracé fuerte.

—Sí, cariño… Me gusta mucho —le susurré.

En ese momento entendí lo que realmente importaba: el amor detrás del gesto, la dedicación silenciosa de Marcos y la ilusión de Diego por verme feliz.

Esa noche hablé con Marcos:

—He sido injusta contigo. No supe ver lo importante que era para ti ese regalo… ni lo mucho que significaba para Diego también. Te pido perdón.

Él me miró largo rato antes de responder:

—Solo quiero que seas sincera conmigo… pero también quiero sentirme valorado por lo que soy capaz de darte.

Nos abrazamos largo rato. No resolvimos todos nuestros problemas esa noche, pero dimos un paso hacia adelante.

Ahora miro el joyero cada mañana antes de salir de casa y recuerdo todo lo que aprendí sobre expectativas, amor y gratitud.

¿De verdad fui demasiado dura? ¿O simplemente humana? ¿Cuántas veces herimos sin darnos cuenta a quienes más nos quieren?