Las Visitas Inquebrantables de Jazmín: Una Década Más Allá del Divorcio

«¡Jazmín! ¿Otra vez vas a ver a Doña Macarena?», me gritó mi vecina Marta desde el otro lado de la calle, mientras yo cerraba la puerta de mi casa. Su tono era una mezcla de curiosidad y juicio, como si mis visitas diarias a la casa de mi exsuegra fueran un espectáculo digno de chismes. «Sí, Marta, ya sabes que siempre me ha gustado su café», respondí con una sonrisa forzada, intentando no dejar entrever la verdadera razón detrás de mis visitas.

Hace diez años que me divorcié de Alejandro, el hijo de Doña Macarena. Fue una separación dolorosa, llena de lágrimas y reproches, pero necesaria. Alejandro y yo éramos como el agua y el aceite, incapaces de mezclarnos sin causar tormentas. Sin embargo, mi relación con su madre siempre fue diferente. Desde el primer día, Doña Macarena me acogió como a una hija, y esa conexión nunca se rompió.

«Jazmín, querida, pasa. Justo estaba preparando tu café favorito», me recibió Doña Macarena con su habitual calidez al abrirme la puerta. Su casa olía a jazmín y canela, un aroma que siempre me hacía sentir en casa. Nos sentamos en la pequeña cocina, donde el sol de la tarde entraba a raudales por la ventana.

«¿Cómo está tu madre?», preguntó mientras me servía una taza humeante. «Sigue igual, luchando contra su enfermedad», respondí con un suspiro. Mi madre había sido diagnosticada con Alzheimer hace unos años, y desde entonces su memoria se desvanecía lentamente, llevándose consigo los recuerdos de toda una vida.

Doña Macarena asintió con comprensión. Ella había pasado por lo mismo con su esposo antes de que falleciera. «Es difícil ver cómo se van perdiendo poco a poco», dijo con tristeza en sus ojos. «Pero aquí estoy para lo que necesites».

Era en esos momentos cuando recordaba por qué seguía viniendo aquí. No era solo por el café o por la compañía; era porque Doña Macarena era mi refugio en medio de la tormenta. Ella entendía mi dolor como nadie más podía hacerlo.

Mientras hablábamos, mi mente viajaba al pasado, a aquellos días en los que Alejandro y yo éramos felices. Pero esos momentos eran cada vez más lejanos, como fotografías descoloridas por el tiempo. «¿Alguna vez te arrepientes de haberte divorciado?», me preguntó Doña Macarena de repente.

La pregunta me tomó por sorpresa. «No», respondí después de una pausa. «Sé que fue lo mejor para ambos. Pero a veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente».

«Todos nos hacemos esas preguntas», dijo ella suavemente. «Pero lo importante es seguir adelante».

Las palabras de Doña Macarena resonaban en mi mente mientras regresaba a casa esa tarde. Sabía que el vecindario seguía murmurando sobre mis visitas, inventando historias sobre un romance secreto o algún oscuro secreto familiar. Pero la verdad era mucho más simple y compleja al mismo tiempo.

Una noche, mientras me preparaba para dormir, mi esposo actual, Carlos, se acercó y me preguntó: «¿Por qué sigues visitando a Doña Macarena tanto?». Había evitado esta conversación durante años, temiendo su reacción.

«Porque ella es como una madre para mí», respondí finalmente. «Ella me entiende de una manera que nadie más puede».

Carlos asintió lentamente, procesando mis palabras. «Solo quiero que seas feliz», dijo finalmente, abrazándome con fuerza.

A medida que los días pasaban, mis visitas continuaron. Cada vez que cruzaba la puerta de Doña Macarena, sentía que dejaba atrás el peso del mundo exterior. Allí podía ser simplemente Jazmín, sin etiquetas ni juicios.

Un día, mientras caminábamos por el jardín trasero, Doña Macarena se detuvo y me miró fijamente. «Jazmín, hay algo que quiero decirte», comenzó con voz temblorosa. «He decidido vender la casa e irme a vivir con mi hermana en el campo».

La noticia me golpeó como un balde de agua fría. «¿Por qué?», pregunté incrédula.

«Ya no puedo mantener esta casa sola», explicó con tristeza. «Y creo que es hora de un nuevo comienzo para ambas».

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin control. «Te voy a extrañar tanto», sollozé mientras ella me abrazaba con fuerza.

«Siempre estaré aquí para ti», susurró al oído mientras nos balanceábamos suavemente bajo el cielo estrellado.

Esa noche regresé a casa con el corazón pesado pero agradecido por haber tenido a alguien como Doña Macarena en mi vida. Sabía que nuestras visitas cambiarían, pero nuestro vínculo permanecería intacto.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que las habladurías nos impidan ver la verdadera esencia de las relaciones humanas? ¿Cuántas veces juzgamos sin conocer la historia completa? Tal vez es hora de mirar más allá de las apariencias y valorar lo que realmente importa.