Lo Que Nunca Dije: Las Expectativas Que Rompieron Mi Hogar

—¿Otra vez llegas tarde, Jerónimo? —escupí las palabras antes de poder detenerme, mi voz temblando entre el enojo y el miedo. Él dejó las llaves sobre la mesa con un suspiro cansado, sin mirarme a los ojos.

—El tráfico estaba imposible, Cristina. Ya te lo expliqué mil veces —respondió, su tono tan frío como la noche bogotana que se colaba por las ventanas.

No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Yo sentía que él debía llegar temprano, que debía adivinar mis necesidades, que debía amarme como yo creía merecer. Pero nunca se lo decía. Solo esperaba. Y cada vez que él fallaba en cumplir mis expectativas invisibles, una grieta más se abría entre nosotros.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad Nacional. Jerónimo era ese tipo de hombre que hacía reír a todos, con una sonrisa fácil y un corazón noble. Yo venía de una familia donde el amor era escaso y las palabras bonitas aún más. Quizá por eso, cuando él me abrazó por primera vez, sentí que por fin alguien me debía algo: cariño, protección, atención.

Nos casamos jóvenes, con la bendición de mi mamá, doña Rosa, aunque ella siempre decía: “Cristina, el matrimonio es de dos, pero cada quien carga su cruz”. Yo no entendía sus palabras entonces. Pensaba que el amor era suficiente para arreglar cualquier cosa.

Pero la vida en Bogotá no es fácil. Los trabajos mal pagados, los arriendos subiendo cada año, la presión de la familia preguntando cuándo tendríamos hijos. Yo trabajaba en una papelería del centro y Jerónimo en una empresa de mensajería. Llegaba cansado, a veces sin ganas de hablar. Yo esperaba flores los viernes, cenas románticas los sábados, palabras dulces cada mañana. Y cuando no llegaban, me sentía traicionada.

—¿Por qué nunca me traes nada? —le pregunté una noche mientras cenábamos arroz con huevo y tajadas de plátano.

—¿Nada? ¿Y esto qué es? —dijo señalando la comida—. Trabajo todo el día para que no falte nada en la casa.

—Eso no es suficiente —susurré, más para mí misma que para él.

Esa frase fue como una bomba. Jerónimo dejó de comer y me miró con una tristeza tan profunda que me dolió el pecho.

—¿Alguna vez te has preguntado qué necesito yo? —me dijo en voz baja.

No supe qué responder. Nunca lo había pensado. Para mí, él era el fuerte, el proveedor, el hombre que debía cargar con todo. ¿No era eso lo que siempre me enseñaron en casa?

Las semanas pasaron y la distancia creció. Yo me refugiaba en llamadas con mi amiga Paola, quien me decía: “No te conformes, Cris. Los hombres deben esforzarse más”. Y yo le creía. Empecé a comparar a Jerónimo con los esposos de mis amigas: uno llevaba a su esposa a Cartagena cada año; otro le compró un carro nuevo; otro le escribía poemas en Facebook.

Una tarde lluviosa, encontré a Jerónimo sentado en la sala con la mirada perdida. Tenía una carta en las manos. Me acerqué y vi que era una carta de su mamá desde Medellín. Decía: “Hijo, no te olvides de cuidar tu corazón”.

—¿Estás bien? —le pregunté sin mucha convicción.

Él me miró y vi lágrimas en sus ojos. Fue la primera vez que lo vi llorar desde la muerte de su papá.

—No sé si esto tiene sentido para ti —me dijo—. Siento que nunca soy suficiente para ti, Cristina. Que siempre esperas algo más… algo que ni siquiera sé qué es.

Me quedé muda. Por dentro sentí rabia y vergüenza. ¿Cómo podía decirme eso? ¿Acaso no era su deber hacerme feliz?

Esa noche dormimos espalda con espalda. El silencio era tan pesado que apenas podía respirar.

Los meses siguientes fueron peores. Yo dejé de hablarle de mis sueños; él dejó de contarme sus problemas del trabajo. Nos convertimos en dos extraños compartiendo techo y cuentas por pagar.

Un día encontré un mensaje en su celular: “Gracias por escucharme hoy”, decía una tal Mariana. Sentí un frío recorriéndome el cuerpo. Lo enfrenté esa misma noche.

—¿Quién es Mariana?

Jerónimo suspiró y bajó la cabeza.

—Es solo una compañera del trabajo… alguien que me escucha cuando siento que me ahogo aquí.

El dolor fue insoportable. Pero en vez de gritar o llorar, solo sentí un vacío inmenso. ¿En qué momento perdimos todo?

Esa noche salí a caminar bajo la lluvia hasta la iglesia del barrio. Me senté en una banca y lloré como no lo hacía desde niña. Recordé las palabras de mi mamá: “Cada quien carga su cruz”. Por primera vez entendí lo que significaban: yo había cargado a Jerónimo con mis propias heridas y expectativas imposibles.

Volví a casa empapada y encontré a Jerónimo esperándome en la sala.

—Cristina… —dijo con voz temblorosa—. No quiero seguir así. No quiero vivir sintiendo que siempre te fallo.

Nos miramos largo rato sin decir nada. Sabíamos que algo se había roto y no sabíamos si podíamos repararlo.

Hoy escribo estas palabras desde el pequeño apartamento donde vivo sola desde hace seis meses. Jerónimo y yo decidimos separarnos antes de hacernos más daño. A veces lo veo en el supermercado o cruzando la calle y siento nostalgia por lo que fuimos y tristeza por lo que nunca supimos ser.

Me pregunto cuántas mujeres como yo han perdido lo mejor de sus vidas esperando cosas que nunca pidieron en voz alta, creyendo que el amor es una deuda y no un regalo diario.

¿Y tú? ¿Cuántas veces has dejado que tus expectativas silenciosas destruyan lo que amas? ¿Vale la pena exigir tanto sin mirar al otro?