Quince Años Juntos: El Viaje Que Cambió Mi Destino (Y No Como Esperaba)
—¿Así que te vas, Andrés? —La voz de Mariana temblaba, aunque intentaba sonar firme. Era la tercera vez esa semana que discutíamos por cualquier cosa: el arroz quemado, la tarea de los niños, el silencio incómodo en la mesa. Yo no respondí. Solo miré la maleta medio hecha sobre la cama y sentí el peso de quince años sobre mis hombros.
No era la primera vez que pensaba en irme. Pero esta vez era distinto. Había conseguido un trabajo temporal en Santiago de Chile, lejos de nuestro pequeño apartamento en Ciudad de México. Seis meses. Seis meses para respirar, para pensar si realmente quería seguir con Mariana o si era hora de aceptar que el amor se había ido como el agua entre los dedos.
—No es por ti, Mariana —mentí, porque sí era por ella, por mí, por nosotros. Por todo lo que ya no éramos.
Ella solo asintió, con los ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a dejar caer frente a los niños. Emiliano y Sofía, nuestros hijos, jugaban en la sala sin saber que su mundo estaba a punto de cambiar.
El vuelo a Santiago fue largo y silencioso. Miré por la ventanilla y me pregunté si estaba haciendo lo correcto. ¿Era cobarde por irme así? ¿O valiente por atreverme a buscar algo más?
Los primeros días en Chile fueron un torbellino: nuevo trabajo, nuevos compañeros, una ciudad fría y ajena. Pero en ese anonimato encontré algo de paz. Nadie me conocía. Nadie esperaba nada de mí. Podía ser solo Andrés, no el esposo frustrado ni el padre ausente.
En la oficina conocí a Valeria, una colega argentina con una risa contagiosa y una mirada que parecía ver más allá de mis silencios. Empezamos a almorzar juntos, a compartir historias de nuestras tierras, a reírnos de los modismos y las diferencias culturales.
—¿Y tu familia? —me preguntó un día mientras caminábamos por el Parque Forestal.
—Tengo esposa… bueno, no sé si todavía lo somos —confesé, sintiendo una mezcla de vergüenza y alivio.
Valeria no juzgó. Solo asintió y cambió de tema. Pero desde ese día sentí que algo se movía dentro de mí. ¿Era posible volver a sentir ilusión? ¿O solo estaba huyendo del dolor?
Las semanas pasaron y mi relación con Mariana se volvió distante. Hablábamos solo lo necesario por videollamada: los niños, las cuentas, algún problema con la escuela. Ella nunca preguntó si extrañaba casa. Yo nunca pregunté si ella estaba bien.
Una noche, después de una cena con Valeria y otros colegas, me atreví a contarle mi verdad:
—Antes de venir aquí, ya había decidido dejar a Mariana. Solo estaba esperando el momento adecuado para decírselo.
Valeria me miró largo rato antes de responder:
—A veces creemos que la distancia nos va a dar respuestas… pero solo nos muestra lo que realmente somos cuando nadie nos mira.
Esa frase me persiguió durante días. Empecé a notar cómo extrañaba cosas pequeñas: el olor del café por las mañanas en casa, las risas de Sofía cuando veía caricaturas, la forma en que Mariana me cubría con una manta cuando me dormía en el sillón.
Un domingo cualquiera recibí un mensaje inesperado de Emiliano: “Papá, ¿vas a volver? Mamá llora mucho.”
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad podía dejar atrás todo lo que habíamos construido solo porque ya no sentía mariposas?
Empecé a salir menos con Valeria. Me refugié en el trabajo y en largas caminatas por la ciudad. Una tarde lluviosa llamé a Mariana sin avisar.
—¿Estás bien? —pregunté torpemente.
Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:
—No lo sé, Andrés. No sé si quiero seguir así… pero tampoco sé cómo sería sin ti.
Por primera vez en mucho tiempo hablamos sin reproches ni máscaras. Hablamos del miedo, del cansancio, del dolor de sentirnos solos estando juntos. Lloramos los dos al otro lado del teléfono.
Esa noche soñé con nuestra boda en Oaxaca, con los colores vivos y las promesas ingenuas. Recordé cómo Mariana bailaba descalza bajo la lluvia y cómo yo juré hacerla feliz para siempre.
El último mes en Santiago fue una mezcla de nostalgia y esperanza. Decidí escribirle una carta a Mariana antes de regresar:
“Quizá no somos los mismos que hace quince años. Quizá hemos cambiado tanto que ya no sabemos cómo encontrarnos. Pero quiero intentarlo una vez más. No por los niños, ni por miedo a estar solo… sino porque todavía creo que podemos reconstruirnos desde las ruinas.”
Cuando volví a México, Mariana me esperaba en el aeropuerto con los niños abrazados a sus piernas. Nos miramos largo rato antes de decir nada. No hubo besos ni promesas vacías, solo un apretón de manos y una mirada cómplice: “Vamos a intentarlo.”
Hoy no puedo decir que todo es perfecto. Hay días buenos y días malos. Pero aprendí que el amor no siempre es fuego; a veces es ceniza tibia que hay que avivar con paciencia y verdad.
¿Ustedes creen que vale la pena luchar por un amor desgastado? ¿O es mejor dejarlo ir antes de perderse uno mismo?