Veinte años y un adiós: Cuando el amor se convierte en soledad elegida

—¿Y ahora qué, mamá? ¿Vas a quedarte sola para siempre? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, mezclando burla y preocupación. Yo, sentada en el borde de la cama, apretaba la sábana entre los dedos como si así pudiera sujetar algo de mi vida que se me escapaba.

No supe qué responderle. Veinte años atrás, cuando Fernando y yo salimos de la iglesia de San Andrés bajo una lluvia de arroz y vítores, jamás imaginé que acabaría así: sola, con el eco de los pasos de mi hija adolescente y el silencio de un piso demasiado grande para una sola persona. Fernando era mi todo. Nos conocimos en el instituto de nuestro barrio en Salamanca; él era el chico que tocaba la guitarra en las fiestas y yo la que escribía poemas en los márgenes de los libros. Nos enamoramos entre clases de literatura y paseos por la Plaza Mayor, prometiéndonos un futuro que parecía invencible.

La boda fue sencilla pero llena de sueños. Mi madre lloraba de emoción, mi padre brindaba por nosotros y yo sentía que el mundo era nuestro. Los primeros años fueron dulces: compartimos un piso pequeño, risas, cenas improvisadas y noches en vela hablando del futuro. Cuando nació Lucía, creímos que nada podría rompernos. Pero la vida no es una novela romántica. Los problemas llegaron despacio: facturas impagadas, discusiones por tonterías, cansancio acumulado y esa rutina que va apagando las ganas de sorprenderse.

Fernando empezó a llegar tarde a casa. Yo le preguntaba dónde había estado y él respondía con evasivas. Una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada, soltó la bomba:

—No sé si esto es lo que quiero para el resto de mi vida, Marta.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía no querer lo que habíamos construido juntos? ¿No era suficiente nuestro amor, nuestra hija, nuestra historia? Pero él ya había tomado su decisión. Se fue una mañana de octubre, dejando una nota en la mesa del salón: “Lo siento. Necesito encontrarme”.

Los meses siguientes fueron un infierno. No dormía, apenas comía y me aferraba a Lucía como si fuera mi única tabla de salvación. Mi madre venía cada tarde con croquetas y palabras de consuelo, pero nada llenaba el vacío. Salamanca se me hizo pequeña; cada rincón me recordaba a Fernando.

Pasaron los años y aprendí a vivir sola. Volví a escribir poesía, retomé viejas amistades y hasta me atreví a viajar sola a Barcelona. Pero el miedo seguía ahí: miedo a volver a amar, a equivocarme otra vez, a no ser suficiente para nadie.

Entonces apareció Álvaro. Lo conocí en una reunión del AMPA del colegio de Lucía. Era viudo, con una sonrisa triste y unos ojos que parecían entenderlo todo sin palabras. Empezamos tomando café después de las reuniones, luego paseos por el parque y finalmente cenas en su casa. Álvaro era diferente: paciente, atento, sin prisas ni promesas vacías.

Una noche, mientras veíamos una película en su sofá, me tomó la mano:

—Marta, ¿te has planteado volver a casarte?

Me quedé helada. Sentí el vértigo de quien mira al abismo. No supe qué decirle; solo aparté la mirada y murmuré:

—No lo sé… No creo estar hecha para eso otra vez.

Álvaro no insistió. Me abrazó en silencio y yo sentí una mezcla de alivio y culpa. ¿Por qué no podía dar ese paso? ¿Era miedo o simplemente ya no creía en los finales felices?

Lucía se dio cuenta enseguida. Un día entró en la cocina mientras preparaba lentejas y soltó:

—Mamá, Álvaro te quiere. ¿Por qué no le das una oportunidad? ¿O es que tienes miedo de volver a ponerte un vestido blanco?

Me reí para disimular el nudo en la garganta:

—No es eso, hija… Es que después de lo que pasó con tu padre…

—Papá ya no está —me interrumpió—. Pero tú sigues aquí.

Tenía razón. Fernando se había ido hacía años y yo seguía atrapada en el pasado, temiendo repetir errores o sufrir otra vez. Pero también había aprendido a disfrutar de mi soledad: leer hasta tarde sin dar explicaciones, viajar cuando me apetecía, decidir por mí misma sin pedir permiso.

Una tarde de domingo, mientras paseaba sola por el Puente Romano viendo cómo caía el sol sobre el Tormes, comprendí algo: no necesitaba casarme para ser feliz ni para sentirme completa. Podía querer a Álvaro sin promesas eternas ni vestidos blancos; podía ser madre, amiga y amante sin etiquetas ni expectativas ajenas.

Esa noche llamé a Álvaro:

—No quiero casarme —le dije—. Pero quiero estar contigo… si tú también quieres.

Él sonrió al otro lado del teléfono:

—Eso es todo lo que necesito.

Ahora Lucía sigue bromeando con lo del vestido blanco cada vez que ve una boda en la tele:

—Mamá, aún estás a tiempo…

Yo le guiño un ojo y le digo:

—La felicidad no siempre lleva velo ni anillo.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si solo estoy huyendo del dolor. ¿Es cobardía elegir la soledad antes que arriesgarse otra vez? ¿O es valentía aprender a quererse sin depender de nadie más? ¿Vosotros qué pensáis?