El Otoño de mi Vida: Decidirme a Empezar de Nuevo a los 65

—¿De verdad crees que esto es vida, Manuel? —me pregunté en voz baja, mientras el reloj del salón marcaba las siete y media y el aroma del cocido se mezclaba con el silencio espeso de nuestra casa en Salamanca. Carmen, mi esposa desde hacía cuarenta y dos años, removía la olla sin mirarme. El telediario sonaba de fondo, pero ninguno de los dos prestaba atención. Nuestro hijo, Álvaro, ya hacía años que se había marchado a Madrid y solo venía con los niños en Navidad o en Semana Santa.

—¿Has llamado a Álvaro? —preguntó Carmen, rompiendo el silencio como quien lanza una piedra a un estanque quieto.

—No, hoy no —respondí, sabiendo que esa sería toda nuestra conversación hasta la cena.

Así eran nuestros días: rutinas, silencios y una distancia que ni los nietos lograban acortar. Me preguntaba cuándo habíamos dejado de hablarnos de verdad, cuándo el amor se había convertido en costumbre y la costumbre en resignación. A veces, al mirarla, sentía ternura; otras, solo una tristeza honda y pesada.

Todo cambió una tarde de otoño, cuando decidí apuntarme al club de lectura del barrio. Carmen se encogió de hombros cuando se lo conté; ni siquiera preguntó qué libro íbamos a leer. Allí conocí a Lucía. Tenía mi edad, pero sus ojos verdes brillaban con una vitalidad que hacía años no veía en nadie. Hablaba de libros, de viajes, de política… y me escuchaba. Me escuchaba de verdad.

—¿Y tú qué harías si pudieras volver atrás? —me preguntó Lucía una tarde, tras la reunión del club.

Me quedé callado. Nadie me había hecho esa pregunta en décadas.

—No lo sé —admití—. Supongo que viviría más para mí mismo.

Lucía sonrió con tristeza.

—Nunca es tarde, Manuel.

Aquella frase me persiguió durante semanas. Empecé a buscar excusas para ver a Lucía fuera del club: un café aquí, una exposición allá. No hubo nada físico entre nosotros al principio; solo largas conversaciones y una complicidad que me hacía sentir vivo otra vez. Pero la culpa me mordía por dentro cada vez que volvía a casa y veía a Carmen sentada frente al televisor, sola.

Una noche, mientras cenábamos en silencio, Carmen dejó el tenedor sobre el plato y me miró fijamente:

—¿Pasa algo? Estás diferente.

Me atraganté con el vino. Dudé unos segundos antes de responder.

—No… solo estoy cansado.

Pero Carmen no era tonta. Empezó a observarme más de cerca: mis ausencias, mis sonrisas furtivas al móvil, mi repentino interés por salir de casa. Una tarde me esperó despierta y me lo soltó sin rodeos:

—¿Hay otra mujer?

El silencio fue mi respuesta. Carmen se levantó despacio y se encerró en el baño. Escuché su llanto ahogado tras la puerta y sentí que me partía en dos.

Los días siguientes fueron un infierno. Carmen apenas me hablaba; yo evitaba mirarla a los ojos. Álvaro llamó más de lo habitual y noté que Carmen le ocultaba algo. Finalmente, una noche, explotó:

—¿Vas a dejarme por esa mujer? ¿A estas alturas?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que no era solo Lucía? Que era yo mismo quien necesitaba cambiar, respirar, vivir algo distinto antes de morir sintiéndome invisible.

La noticia del posible divorcio corrió como la pólvora entre familiares y vecinos. Mi hermana Pilar vino desde Zamora para convencerme de que estaba loco:

—¡Pero Manuel! ¿Qué vas a hacer solo con tu edad? ¿Y si te pasa algo?

Mi cuñado Enrique me miraba como si fuera un traidor:

—¿Y Carmen? ¿No piensas en ella? Después de todo lo que habéis pasado juntos…

Incluso Álvaro vino desde Madrid con los niños para hablar conmigo:

—Papá, ¿de verdad quieres hacer esto? Mamá está destrozada…

Me sentí egoísta, sí. Pero también sentí una rabia sorda ante la idea de sacrificarme por todos menos por mí mismo. ¿Acaso no tenía derecho a buscar mi propia felicidad?

Lucía fue paciente. Nunca me presionó; incluso me dijo que entendía si decidía quedarme con Carmen.

—Lo importante es que seas honesto contigo mismo —me dijo una tarde en el parque—. No conmigo ni con nadie más.

Las semanas pasaron entre abogados, discusiones y lágrimas. Carmen y yo tuvimos conversaciones que no habíamos tenido en años: sobre nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestros sueños rotos. Por primera vez en mucho tiempo, nos vimos como dos personas reales y no solo como marido y mujer.

Finalmente tomé la decisión. Me fui de casa una mañana fría de enero, con una maleta pequeña y el corazón encogido. Carmen no salió a despedirse; solo escuché su llanto desde el dormitorio.

Alquilé un piso pequeño cerca del río Tormes. Los primeros días fueron duros: la soledad pesaba más de lo que había imaginado. Pero poco a poco fui encontrando mi sitio: retomé la pintura, salí a caminar cada mañana y seguí viendo a Lucía sin prisas ni promesas eternas.

Álvaro tardó meses en hablarme sin reproches; mis nietos me preguntaban por qué ya no vivía con la abuela. A veces me sentía culpable; otras veces libre como nunca antes.

Hoy, sentado frente al ventanal mientras cae la lluvia sobre Salamanca, me pregunto si hice lo correcto. ¿Es egoísmo buscar la felicidad cuando todos esperan que sigas cumpliendo tu papel? ¿O es valentía atreverse a empezar de nuevo cuando parece que ya todo está escrito?

¿Vosotros qué haríais? ¿Os atreveríais a romperlo todo para volver a empezar… aunque sea en el otoño de vuestra vida?