Entre las paredes de nuestro hogar: el precio de una decisión
—Mamá, no podemos seguir así. Marta y yo necesitamos nuestro espacio, y tú lo sabes —la voz de Pablo retumbó en el salón, rompiendo el silencio de la tarde.
Me quedé quieta, con el trapo de cocina en la mano, mirando a mi hijo como si fuera un desconocido. ¿En qué momento se había convertido en ese hombre impaciente, tan diferente al niño que leía novelas en el sofá mientras yo le acariciaba el pelo?
—¿Y qué quieres que hagamos, Pablo? —pregunté, intentando que mi voz no temblara—. Este piso es nuestro hogar. Aquí creciste, aquí nació tu hermana. No podemos venderlo así como así.
Pablo apretó los puños. Marta, su mujer, estaba sentada a su lado, con la mirada baja y una mano sobre su vientre abultado. Tenía apenas veinte años y ya iba a ser padre. Yo nunca imaginé que la vida nos pondría en esta situación tan pronto.
Mi marido, Antonio, entró en la sala justo entonces. Se quedó en el umbral, observando la escena con esos ojos cansados que últimamente no brillaban como antes.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, aunque ya lo sabía. Llevábamos semanas discutiendo lo mismo.
—Papá, necesitamos vender el piso. Marta y yo queremos vivir solos. No podemos criar a nuestro hijo aquí, compartiendo baño y cocina con vosotros —insistió Pablo.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía pedirnos eso? Habíamos sacrificado tanto para comprar este piso en Vallecas, trabajando horas extra, renunciando a vacaciones, para darles a nuestros hijos un hogar seguro.
—¿Y dónde vamos a ir nosotros? —Antonio intentó mantener la calma—. ¿A un alquiler? ¿A casa de tus abuelos? Pablo, esto no es tan fácil.
Marta levantó la mirada por fin.
—No queremos echaros, pero… necesitamos empezar nuestra vida —dijo en voz baja.
La conversación terminó sin acuerdo. Pablo salió dando un portazo y Marta le siguió, arrastrando los pies. Me quedé mirando la puerta cerrada, sintiendo que algo se rompía dentro de mí.
Esa noche apenas dormí. Antonio y yo hablamos hasta tarde, repasando todas las opciones. ¿Habíamos fallado como padres? ¿Deberíamos haber sido más estrictos cuando Pablo empezó a salir con Marta? ¿O tal vez más comprensivos ahora?
Los días siguientes fueron un infierno. Pablo apenas nos dirigía la palabra. Marta evitaba cruzarse conmigo en la cocina. La tensión era insoportable.
Una tarde, mientras preparaba lentejas para todos, escuché a Pablo hablando por teléfono en su habitación:
—No sé qué hacer, tío… Mis padres no quieren vender el piso y Marta me está presionando… No aguanto más aquí…
Sentí ganas de entrar y abrazarle, decirle que todo saldría bien. Pero no lo hice. Me quedé quieta, escuchando cómo mi hijo se desmoronaba al otro lado de la puerta.
Finalmente, cedimos. Antonio y yo pusimos el piso en venta. Nos dolió en el alma, pero queríamos que Pablo fuera feliz, que pudiera formar su propia familia como él deseaba.
El proceso fue largo y doloroso. Vinieron parejas jóvenes a ver el piso, familias con niños pequeños que corrían por el pasillo donde antes jugaban mis hijos. Cada visita era una puñalada.
Cuando por fin encontramos comprador, tuvimos que buscar un alquiler pequeño en las afueras de Madrid. Dejamos atrás los recuerdos, las fotos en las paredes, los cumpleaños celebrados en el salón.
Pablo y Marta se mudaron a un piso nuevo en Getafe. Al principio todo parecía ir bien. Nos visitaban los domingos con el bebé y fingíamos que todo estaba bien.
Pero pronto llegaron los problemas. Pablo perdió su trabajo temporal en una tienda de ropa. Marta no encontraba guardería para el niño y empezó a trabajar limpiando casas por horas. El dinero no alcanzaba para pagar la hipoteca del nuevo piso.
Un día Pablo vino a vernos solo. Tenía ojeras profundas y parecía haber envejecido diez años en unos meses.
—Mamá… —dijo con voz rota—. No puedo más. Nos van a echar del piso si no pagamos este mes…
Sentí rabia e impotencia. Habíamos vendido nuestro hogar para ayudarles y ahora nos pedía ayuda otra vez.
—¿Y qué quieres que hagamos ahora? —le pregunté—. Nosotros también estamos de alquiler… Apenas llegamos a fin de mes…
Pablo se echó a llorar como cuando era niño. Le abracé fuerte, pero dentro de mí sentía una mezcla de tristeza y resentimiento.
Ahora vivimos todos separados, cada uno luchando por sobrevivir en una ciudad cada vez más cara e inhóspita. La familia que tanto habíamos protegido se ha desmoronado por dentro.
A veces me pregunto si hicimos lo correcto vendiendo aquel piso. ¿De verdad ayudamos a nuestro hijo o solo le empujamos más rápido hacia una realidad para la que no estaba preparado?
¿Hasta dónde deben llegar los padres por sus hijos? ¿Y cuándo es el momento de dejarles aprender de sus propios errores?