El eco de mi soledad: La decisión de no volver a casarme a los 54

—¿Otra vez solo, Ricardo? —me pregunta Ernesto, con esa mezcla de burla y preocupación que sólo los amigos de toda la vida pueden permitirse.

La lluvia golpea los ventanales del café en la colonia Roma. Afuera, la ciudad parece un animal herido, jadeando bajo el peso del tráfico y el agua. Yo revuelvo mi café con lentitud, mirando el remolino oscuro que se forma en la taza. Tengo 54 años y, desde hace seis, duermo solo en un departamento que a veces me parece demasiado grande para una sola vida.

—¿Y qué quieres que haga? —le respondo, sin mirarlo—. ¿Que me case otra vez? ¿Con quién? ¿Con una mujer de cuarenta y tantos que también viene arrastrando sus propios fantasmas?

Ernesto se ríe, pero su risa es amarga.

—No lo digo por molestar. Es que… no entiendo cómo puedes estar tan tranquilo. Mi hermana, por ejemplo, dice que deberías buscarte una compañera. Que nadie merece envejecer solo.

Me quedo callado. Pienso en Lucía, mi exesposa, y en cómo nos fuimos apagando poco a poco, como una vela que se consume sin que nadie la sople. Pienso en mis hijos, ya adultos, que sólo me llaman cuando necesitan algo o cuando quieren recordarme que debería rehacer mi vida.

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —le digo al fin—. Que todos creen saber lo que uno necesita. Que si no tienes pareja, estás incompleto. Que si no te casas otra vez, eres un fracaso. Pero nadie pregunta si acaso uno es feliz así.

Ernesto me mira con esos ojos oscuros llenos de historias que nunca cuenta.

—¿Y lo eres? ¿Eres feliz?

No sé qué responderle. La felicidad es un animal escurridizo; a veces creo tenerlo entre las manos y otras veces se me escapa como agua entre los dedos.

—No sé si soy feliz —le confieso—. Pero sí sé que soy libre. Y eso, a esta edad, vale más que cualquier cosa.

Recuerdo la última vez que intenté salir con alguien. Se llamaba Mariana, tenía 45 años y una sonrisa triste. Nos conocimos en una reunión de amigos y durante semanas intercambiamos mensajes y cafés. Pero cada conversación era una competencia de heridas: ella hablaba de su exmarido, yo hablaba de Lucía; ella temía quedarse sola, yo temía perder mi espacio. Al final, nos despedimos con un abrazo largo y silencioso, como si ambos supiéramos que no estábamos listos para cargar con la vida del otro.

Mi madre todavía insiste en que debería buscar una buena mujer para que me cuide cuando sea viejo. Mis hermanas me miran con lástima en las reuniones familiares y mis hijos me preguntan si no me da miedo morir solo.

—¿No te da miedo? —insiste Ernesto esa noche—. ¿No te pesa la soledad?

Miro por la ventana. La lluvia ha cesado y las luces de la ciudad titilan como luciérnagas cansadas.

—Claro que me pesa —le digo—. Hay noches en las que el silencio es tan denso que parece que va a aplastarme. Pero también hay mañanas en las que agradezco no tener que negociar cada decisión, cada espacio, cada rutina.

Ernesto asiente y se queda callado un rato. Luego cambia de tema y hablamos de fútbol, del trabajo, de cualquier cosa menos de ese vacío que ambos conocemos pero rara vez nombramos.

Al llegar a casa esa noche, encuentro un mensaje de mi hija: «Papá, ¿cómo estás? Te extraño.» Sonrío y le respondo con un corazón. Me preparo un té y me siento en el sillón a mirar la ciudad desde mi ventana. Pienso en todas las veces que he sentido la presión de volver a intentarlo: las citas arregladas por amigos, los comentarios malintencionados en las fiestas familiares, las miradas inquisitivas de los vecinos.

En América Latina, la familia lo es todo. Aquí nadie entiende al hombre o la mujer que decide vivir solo por elección propia. Aquí la soledad es vista como un castigo o una enfermedad, nunca como una opción legítima.

Pero yo he aprendido a encontrar belleza en mis rutinas solitarias: leer hasta tarde sin molestar a nadie, cocinar lo que quiero cuando quiero, dormir del lado de la cama que prefiero. He aprendido a escuchar mis propios pensamientos sin miedo al eco.

A veces me pregunto si estoy huyendo del dolor o si realmente he encontrado paz en esta soledad elegida. Tal vez ambas cosas sean ciertas.

La última vez que hablé con Lucía fue hace dos años. Me llamó para decirme que se iba a casar de nuevo. Su voz sonaba ligera, como si por fin hubiera soltado una carga pesada. Me alegré por ella, pero también sentí un pequeño pinchazo en el pecho: ¿sería yo capaz de volver a amar así?

No lo sé. Y tal vez no quiera saberlo.

Mi historia no tiene grandes giros ni finales felices al estilo de las telenovelas. Es una historia sencilla: la de un hombre común enfrentando el peso de las expectativas ajenas y eligiendo, una y otra vez, su propia compañía sobre la promesa incierta de un nuevo amor.

A veces pienso en Mariana y en todas las Marianas del mundo: mujeres y hombres que caminan solos por las calles iluminadas de nuestras ciudades latinoamericanas, cargando con sus historias y sus miedos, buscando respuestas donde sólo hay preguntas.

¿Es egoísta elegir la soledad? ¿O es más valiente admitir que uno ya no quiere compartir su vida entera con alguien más?

Quizá nunca encuentre una respuesta definitiva. Pero esta noche, mientras escucho el murmullo lejano del tráfico y el silbido del viento entre los edificios, siento una paz extraña y profunda.

¿Y tú? ¿Te atreverías a desafiar lo que todos esperan de ti para buscar tu propia felicidad? ¿O seguirías el camino marcado aunque no te pertenezca?