El esfuerzo inquebrantable de María para salvar a la familia de Raúl

«¡No puedo más, Javier! ¡Esto no es vida!» gritó mi madre mientras lanzaba un plato al suelo, rompiéndolo en mil pedazos. Yo estaba en mi habitación, pero el estruendo y los gritos eran imposibles de ignorar. Me tapé los oídos con las manos, deseando que todo se detuviera. Mi nombre es Raúl y tengo ocho años. En mi casa, las discusiones son tan comunes como el desayuno. Mis padres creen que no me doy cuenta, que soy demasiado joven para entender lo que está pasando, pero la verdad es que cada palabra hiriente se clava en mi corazón como una espina.

Todo comenzó hace unos meses cuando mi padre perdió su trabajo. Desde entonces, el dinero ha sido un problema constante y las tensiones han aumentado. Mi madre trabaja largas horas en una tienda de ropa y llega a casa agotada, solo para encontrar a mi padre sumido en la desesperación y el resentimiento. Yo intento ser fuerte, pero a veces siento que me estoy rompiendo por dentro.

Un día, mientras jugaba en el parque con mi amiga María, no pude contenerme más. «Mis padres están pensando en divorciarse», le confesé con la voz temblorosa. María me miró con sus grandes ojos marrones llenos de preocupación. «Raúl, eso es terrible», dijo mientras me daba un abrazo reconfortante. «¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?»

María siempre ha sido una amiga leal y valiente. A pesar de tener solo nueve años, tiene una madurez que a veces me asombra. Decidimos que haríamos todo lo posible para evitar que mis padres se separaran. «Tal vez si les recordamos lo mucho que se quieren…», sugirió María con una chispa de esperanza en su voz.

Esa tarde, María y yo nos dedicamos a buscar fotos antiguas de mis padres juntos, sonriendo y felices. Las pegamos en un álbum improvisado y escribimos pequeñas notas recordándoles momentos especiales que habían compartido. «Esto les hará recordar por qué se enamoraron», dijo María con determinación.

Cuando llegué a casa esa noche, mis padres estaban en la sala, cada uno en un extremo del sofá, sumidos en un silencio incómodo. Con el corazón latiendo con fuerza, les entregué el álbum. «Es para ustedes», murmuré antes de correr a mi habitación.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que escuchara un suave golpe en mi puerta. Era mi madre. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, pero había una pequeña sonrisa en sus labios. «Gracias, Raúl», susurró mientras me abrazaba con fuerza.

Por un momento, pensé que todo iba a mejorar. Pero las discusiones no cesaron. Una noche, escuché a mi padre decir que había encontrado un trabajo en otra ciudad y que se iría pronto. Mi mundo se vino abajo.

«No puedo dejar que esto suceda», le dije a María al día siguiente en el parque. «Tiene que haber algo más que podamos hacer».

María pensó por un momento antes de sugerir: «¿Y si hablamos con ellos? Tal vez si saben cuánto te afecta esto…» La idea me aterrorizaba, pero sabía que era nuestra última oportunidad.

Esa noche, reuní todo mi valor y me senté con mis padres. «No quiero que se separen», les dije con lágrimas en los ojos. «Los necesito a los dos».

Mis palabras parecieron romper algo dentro de ellos porque por primera vez en meses, nos abrazamos como familia. Mi padre prometió intentar encontrar un trabajo más cerca y mi madre dijo que hablarían con un consejero matrimonial.

No sé qué pasará mañana o si realmente podrán resolver sus problemas, pero sé que hice todo lo posible para mantenernos juntos. A veces me pregunto si los adultos realmente entienden el impacto que sus decisiones tienen en nosotros, los niños.

¿Es justo que tengamos que cargar con el peso de sus problemas? ¿Qué más podemos hacer cuando sentimos que nuestro mundo se desmorona?»